Honrar a nuestros difuntos surge espontáneamente de nuestro corazón. El hijo siempre recuerda y honra a sus padres, los viudos viven permanentemente con la memoria de sus queridos esposos y una madre siempre tiene una herida abierta en el corazón por un hijo fallecido. En cada caso, surge espontáneamente hacerles presentes en nuestro recuerdo y elevarles nuestro amor.

La Iglesia, como buena madre, siempre recuerda con amor y dolor la muerte de sus hijos. Y ensalza con una honra especial a los mártires. ¿Cómo no? Ellos son los hijos que nunca han renunciado del amor de su familia, de la fe de sus padres.

Carlos Luanga y sus doce compañeros mártires, eran chicos jóvenes de entre catorce y treinta años que no tuvieron más delito que querer mantenerse fieles a su fe y puros en su conducta, alejándose de los deseos lujuriosos del rey de Uganda, que los acusó por despecho a su honrosa conducta por no querer acostarse con él, aun siendo pajes y servidores suyos. Como tantos otros, tratados como esclavos, en medio de los avatares del siglo XIX, el poder del hombre no puede doblegar la dignidad del que se siente hijo de Dios.

Estos mártires encarnan una fortaleza y una grandeza impresionante. Carlos, de entre todos ellos, destaca por haberles liderado en la aventura del seguimiento de Cristo. Aunque su muerte fuera atroz, ya siendo degollados o quemados vivos, ellos mantuvieron intacta su dignidad personal.

En mi parroquia enseñamos a los niños de catequesis a arrodillarse delante del santísimo por esta misma razón: para que aprendan que uno sólo debe arrodillarse delante de Dios, y nunca jamás delante de nada ni de nadie.

Cada uno de nosotros tenemos nuestra historia de salvación. Yo no tengo porqué hacer las proezas de caridad  de Teresa de Calcuta, ni tengo que irme de misionero como San Fracisco Javier…., pero como ellos, yo también encuentro mi santidad respondiendo generosamente a la voluntad de Dios que tiene para mí.

Así le dijo Jesús a Pedro respondiendo a su pregunta sobre cuál iba a ser el destino de  san Juan. Cada uno tiene un camino de santidad, distinto y único: mártir, ama de casa, misionero de ciudad, catequista, banquero o sacerdote. Lo que nos hace santos no es que vivamos un estado más perfecto que otros, sino que perfeccionemos, con nuestro amor a Dios y al prójimo, el estado de vida que tenemos. Es vivir esta palabra tan radical de hoy: «Tú sigueme».

En honor a san Carlos Luanga y compañeros mártires, gracias por haber seguido a Jesús como pajes fieles, pero del Rey de reyes: Jesús.