Quizás uno de los mayores peligros para el hombre espiritual es apropiarse de las cosas de Dios. Nguyen van Thuan afirmaba que los momentos de éxito apostólicos son los preferidos por el demonio para tentarnos. Sin duda es así.

Con frecuencia olvidamos lo que decía san Agustín: “Para pecar te bastas a ti mismo. Para obrar bien, necesitas ayuda”. Y esa ayuda no es de un momento sino continua. Sin ella no podemos nada. Acudimos a Dios cuando nos sentimos acosados y cuando desaparece el peligro nos olvidamos de Él. De ello parece que habla la parábola de este día, y los que escuchaban a Jesús lo entendieron a la perfección. Esperemos que nosotros también caigamos en la cuenta de lo que Dios nos quiere decir. Para ello lo primero es estar dispuesto a escuchar de verdad a Dios. Es decir, hay que abrir el corazón. Hecho esto pasemos a comentarla un poco.

La viña representa el pueblo de Israel, pero también puede ser figura de la Iglesia y de nuestra propia alma. Los cuidados del Señor por su viña pueden registrarse en la historia. Él fue quien buscó a Israel una tierra y le permitió asentarse en ella. También fue Dios el que de mil maneras distintas cuidó de su pueblo. De vez en cuando les pedía frutos. Lo hacía a través de los profetas y, finalmente, a través de su propio Hijo. Atendiendo a la historia nos damos cuenta de que principalmente lo que pedía el Señor era que le reconocieran, que se dieran cuenta de que Él era su Dios. No parece que pidiera nada especial. Sin embargo, tanto los profetas como finalmente el Hijo, Jesucristo, son maltratados. Precisamente al que cupo la peor suerte es al Hijo. Aquí leemos todos los acontecimientos de su pasión y muerte.

En el asesinato del Hijo se escucha una afirmación que indica la trascendencia del hecho para toda la historia: “Este es el heredero. Venga, lo matamos, y será nuestra la herencia”. Leído a la luz de la historia de los últimos siglos nos parece descubrir el deseo de acabar con Dios para que el hombre pueda disponer libremente de sí mismo y de todo lo creado sin remitirse a nadie superior. Al eliminar a Jesucristo se niega la preocupación de Dios por el hombre. Porque si el amo envía gente a su viña, si acaba viniendo su propio Hijo, es porque le interesa el destino del hombre. A Dios le interesa lo que nos pasa. Nuestro sufrimiento le afecta y no deja de bendecirnos para que demos fruto. Para ayudarnos nos ha puesto la Iglesia.

La viña no sólo daba frutos para su dueño, sino que era la posibilidad, para todos los que trabajaban en ella de vivir. Todos vivían de la viña. Gracias a ella salían adelante, lo mismo que sus familias. Pero deciden apropiársela.

Leída en nuestros días y para nosotros sentimos la honda responsabilidad de trabajar donde nos ha puesto el Señor. Vemos que hemos de hacerlo reconociendo que todo es suyo. Los éxitos apostólicos son posibles porque existe la Iglesia. Por tanto le corresponden a Dios. Es su gracia la que cambia las almas. ¿Qué puede pasar si lo olvidamos y nos apropiamos de lo que no es nuestro? Sin duda Dios acabará cediendo nuestro campo a otros. Así lo anuncia la parábola. Jesús anticipaba el paso de Israel a la Iglesia, nuevo pueblo elegido. Pero lo puede decir de cada uno de nosotros si olvidamos que no somos más que siervos inútiles. Y ello ya es una gran misericordia.