Comentario Pastoral

EL BANQUETE DE LA EUCARISTíA

La primacía del banquete y del sacrificio eucarístico y la preeminencia del altar brilla significativamente en el rito sacramental que actualiza el misterio de Cristo. Los cristianos, obedientes al mandato del Señor, se reúnen para la acción de gracias, la oblación y la cena santa.

En esta solemnidad del Corpus volvemos a recordar que los actos redentores de Cristo culminan y están compendiados en su muerte y resurrección, que se actualizan en la eucaristía, celebrada por el pueblo de Dios y presidida por el ministro ordenado. Por eso, redescubrir la eucaristía en la plenitud de sus dimensiones es redescubrir a Cristo.

La Iglesia da gracias por la donación de Cristo, que nos convida a su mesa y se queda presente entre los hombres en el Santísimo Sacramento. La comunidad cristiana se reune para que el Señor se manifieste y entregue su Cuerpo y su Sangre. No se trata, pues, de asistir a misa, sino de revivir los gestos del Señor. No se trata de embriagarse de emociones, sino de celebrar consciente, plena y activamente.

La comunidad cristiana se construye a partir del altar, que es el hogar de la vida comunitaria. Nuestros altares son ara, mesa y centro, triple funcionalismo que concreta y expresa la triple acción de sacrificar, alimentar y dar gracias.

La Eucaristía es síntesis espiritual de la Iglesia, banquete de plenitud de comunión del hombre con Dios, fuente de los valores eternos y experiencia profunda de lo divino. Participar en la eucaristía dominical es signo inequívoco de identidad cristiana y de pertenencia a la Iglesia. Por eso la Misa es momento privilegiado que posibilita el encuentro con Dios a niveles de profundidad de fe y de compromiso humano.

El Cuerpo de Cristo, pan bajado del cielo, es el definitivo maná, que repara las fuerzas del pueblo creyente en su caminar por el desierto de este mundo hacia la casa del Padre. Es pan de vida verdadera, es decir, de vida eterna. participando del cuerpo del Señor, y compartiendo su cáliz, los cristianos se hacen «un solo cuerpo».

Andrés Pardo

 

 

 

Palabra de Dios:

Deuteronomio 8, 2-3. l4b-l6a Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20
san Pablo a los Corintios 10, 16-17 san Juan 6, 51-58

de la Palabra a la Vida

Antes de regresar totalmente al Tiempo Ordinario, también en el ritmo dominical, la Iglesia nos ofrece hoy la oportunidad de reflexionar sobre el alimento que nos permite seguir siendo Iglesia, que nos permite seguir al Señor por la vida. ¿Es este alimento un pan, así como el maná que comió el pueblo de Israel en el desierto? No, no es ese, aunque el maná fuera un don de Dios a su pueblo, ese don sirvió para mantener vivo al pueblo, para manifestar la alianza que Dios había hecho con Israel por medio de su siervo Moisés.

Por eso, la liturgia de la Iglesia nos recuerda hoy aquel pan sin cuerpo: Dios se ha preocupado desde antiguo de alimentar a los suyos, como ha considerado oportuno por su misericordia. A partir de la venida de Cristo, «el pan vivo que ha bajado del cielo», el maná ha pasado a ser un anuncio del alimento verdadero. Verdadero significa que es el pan para siempre. El maná pasó, después de haber cumplido con su misión, pero el pan de la eucaristía no pasará. Esa cualidad, la eternidad de ese pan, hace que el que lo coma se vuelva también eterno.

Por lo tanto, para seguir al Señor por el Tiempo Ordinario, por el camino de la vida, necesitamos un alimento perenne, «el pan de los fuertes». La presencia de Cristo en la eucaristía es presencia permanente que no busca sólo alimentar, sino más bien unirnos a Él, como la vid y los sarmientos. Esa unión nos va haciendo ser Él, y entonces capaces de vivir como Él.

Sin embargo, el misterio eucarístico no es sólo misterio de comunión con Jesús, sino también entre todos los que lo reciben. La eucaristía, alimento «hecho» por el cuerpo, se convierte en hacedora de la Iglesia, en elemento de unidad entre todos los que reciben el mismo alimento. Inseparablemente, no sólo nos une con el Señor, sino también con toda la Iglesia. San Pablo lo expresa de esta forma en la segunda lectura: «así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan». La eucaristía no sólo hace de nosotros fuertes para avanzar en el seguimiento de Jesucristo, sino que nos fortalece formando parte de un cuerpo.

Así, nosotros, débiles por nosotros mismos, por la eucaristía somos doblemente fortalecidos: con el don divino y con la Iglesia. El cristiano que verdaderamente aprecia y valora el alimento eucarístico es aquel que aprecia y valora también el cuerpo de Cristo, porque la eucaristía no nos separa de los hermanos, nunca busca hacernos al margen de los otros, sino que nos anima a seguir a Cristo como parte de un pueblo. El maná era el alimento del pueblo, no para quien se alejaba del mismo.

Por eso, la Iglesia nos ofrece la oportunidad con estas lecturas de volver la mirada sobre la eucaristía como alimento para la vida eclesial y para la vida eterna. ¿Vivo en la Iglesia el don de la eucaristía como signo y llamada de Cristo a seguir a su lado? ¿Y a seguir junto a los hermanos? ¿Me acerco a comulgar consciente de que lo hago en una fila, como miembro de un pueblo, a imagen de aquellos israelitas por el desierto? Comulgar la eucaristía supone querer vivir en la Iglesia, querer relacionarme y fortalecerme en ella, pero también vivir el amor a la Iglesia y a los hermanos al salir de la celebración, pues la eucaristía nos compromete al amor fraterno, es «sacramento de caridad». El mandato de Cristo «tomad, comed» de la última cena es la invitación a la vida, ya que «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día»: hasta entonces, en la fraternidad de los cristianos se reconoce lo que comemos, ¿soy capaz de reconocer en los que comulgamos esa inclinación a vivir en comunión, a hacer crecer la Iglesia en el mundo?

Diego Figueroa

 





al ritmo de las celebraciones


De la oración litúrgica a la oración personal:
Prefacio I de la Santísima Eucaristía

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias
siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo,
Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro.
El cual, verdadero y único sacerdote,
al instituir el sacrificio de la eterna alianza
se ofreció el primero a ti como víctima de salvación,
y nos mandó perpetuar esta ofrenda en memoria suya.
Su carne, inmolada por nosotros,
es alimento que nos fortalece;
su sangre, derramada por nosotros,
es bebida que nos purifica.
Por eso, con los ángeles y los arcángeles,
con los tronos y dominaciones, y con todos los coros celestiales,
cantamos sin cesar el himno de tu gloria:
Santo, Santo, Santo…


Ángel Fontcuberta

 

Para la Semana

Lunes 19:

2Cor 6,1-10. Nos acreditamos como ministros de Dios.

Sal 97. El Señor da a conocer su salvación.

Mt 5,38-42. Yo os digo que no hagáis frente al que os agravia.
Martes 20:

2Cor 8,1-9. Cristo, siendo rico, se hizo pobre por vosotros.

Sal 145. Alaba, alma mía, al Señor.

Mt 5,43-48. Amad a vuestros enemigos.
Miércoles 21:
San Luis Gonzaga, religioso. Memoria

2Cor 9,6-11. Dios ama «al que da con alegría».

Sal 111. Dichoso quien teme al Señor.

Mt 6,1-6.16-18. Tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará.
Jueves 22:
2Cor 11,1-11. Anunciando de balde el evangelio de Dios para vosotros.

Sal 110. Justicia y verdad son las obras de tus manos, Señor.

Mt 6,7-15. Volsotros orad así.
Viernes 23:
Sagrado Corazón de Jesús. Solemnidad

Dt 7,6-11. El Señor se enamoró de vosotros y os eligió.

Sal 102. La misericordia del Señor dura siempre, para aquellos que lo temen.

1Jn 4,7-16. Dios nos amó.

Mt 11,25-30. Soy manso y humilde de corazón.

Sábado 24:
Natividad de San Juan Bautista. Solemnidad.

Is 49,1-6. Te hago luz de las naciones.

Sal 138. Te doy gracias porque me has escogido portentosamente.

Hch 13,22-26. Juan predicó antes de que llegara Cristo.

Lc 1,57-66.80. Juan es su nombre.