De ningún santo solemos celebrar el día de su nacimiento, su cumpleaños, salvo de san Juan Bautista; de los demás, solemos celebrar el día de su muerte que, en realidad, es también el día de su nacimiento a la vida eterna. Si a eso añadimos el piropo que el Señor le regaló en vida: “Entre los nacidos de mujer no ha habido nadie mayor que Juan el Bautista”, pues nos podemos hacer idea de la trascendencia de su vida y de la importancia de su misión. Y, sin embargo, después del piropo, también el Señor añadió que “sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él”.

Así es el Evangelio: un signo de contradicción, porque estos criterios de grandeza y pequeñez no son, para nada, los criterios que encontramos en nuestros ambientes. Y, si no, que se lo digan a la madre de Juan, Isabel, que a su edad no imaginaba que le iba a hacer el Señor tal regalo. O que se lo digan al pobre Zacarías, que también a su edad, quizá sin comerlo ni beberlo, se encontró metido de narices, junto con su mujer Isabel, en los inicios del misterio de la Encarnación del Verbo, preludiado ya en el nacimiento tan extraordinario de Juan el Bautista. Y así actúa Dios: de improviso, a través del absurdo, saltándose a la torera nuestros criterios y planes, porque de otra manera no terminamos de aprender que el Dios es Él, no nosotros. Y Dios no deja de asombrarnos, porque es novedad continua y eterna. Nos descoloca, nos desinstala, nos despista. ¡Vamos, que con Él no hay quien se aburra! Y aun así, no terminamos de espabilar, de aprender sus modos de hacer, su lenguaje.

Mucho tenemos que aprender de la vida de Juan Bautista. Si aprendiéramos como él a señalar a Jesús, a anunciarle, a ser voz que clama en el desierto… Pero somos capaces de poner en bandeja de Herodías cualquier cosa antes que ver ahí nuestra propia cabeza. La grandeza del nacimiento de Juan Bautista se corresponde con la grandeza de su muerte, y eso nos hace intuir algo de la grandeza de su vida. Pidámosle hoy al santo esa grandeza de vida, para que sepamos ser como él esa voz que no sabe callar en el desierto de nuestro mundo de hoy.