Desde pequeños, nuestros padres nos han enseñado que es muy importante saber escoger nuestros amigos y evitar las malas compañías. Es verdad que esto es muy bueno cuando nos estamos formando y no somos adultos, para poder formarnos como personas bien y hasta tener una personalidad propia y fuerte. Cuando nos hemos hecho mayores, también hemos descubierto que tenemos que estar con todos para poder ayudar a los demás, especialmente a los que no saben diferenciar el bien del mal o son demasiado débiles para optar por ello, para que elijan el bien.

Jesús enseña a los discípulos a saber conocer la verdad de las personas, a saber distinguir lo bueno de la malo en ellas y poder conocerlas mejor para poder proponerles la salvación. Les enseña a discernir sus obras para ver si son de Dios, del bien, o no. Igualmente, es una buena enseñanza para no dejarnos llevar por nadie que no sea el Señor o sus instrumentos. La vida no es blanco o negro y siempre que juzgamos a las personas nos equivocamos. Jesús lo sabe y nos enseña a discernir a través de sus obras, las personas que están cerca de Él de las que no y actúan al contrario.

Pero, no nos confundamos. Es importantísimo estar lo más alejados que se pueda del mal y, sobre todo, de los que actúan con malas obras. Porque el árbol dañado da frutos malos y por mucho que nos empeñemos o nos queramos hacer ideas ilusorias y caigamos en un buenismo vacío y temerario, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Esto es de sentido común y no hay que perder el tiempo en autoengañarnos y actuar en consecuencia.

Esto es válido para todos los ámbitos de la vida y hay que tenerlo en cuenta cuando tomamos decisiones y en nuestras elecciones en la vida cotidiana. También en las circunstancias más complicadas o nada claras, en las que es muy difícil ver la verdad con claridad y actuar, nos ayudará fijarnos en sus frutos por los cuales los conoceremos.