En la fiesta de santo Tomás, contamos hoy con la lectura oficial del Evangelio que habla de su torpeza. Resulta que el pobre Tomas ha pasado al santoral cristiano como el chico que necesitaba ver para creer, poner las manos en el Cuerpo de nuestro Señor para identificar al Dios de su vida. No sé por qué hemos decidido dar la puntilla al toro de su obstinación cuando su propuesta es de lo más razonable. A ver si lo cuento bien. Tendría que existir un Evangelio apócrifo de Tomás en el que éste se soltara con un monólogo, “yo seguí a Jesús de Nazaret, me hechizó su voz y su forma de decirnos que el Reino de Dios estaba cerca. Nunca me marché de su lado ni dudé de su bondad, intuía tras su sabiduría que era un hombre de Dios. Lo que pasa es que mi condición de circunciso, judío hasta los tuétanos, me impedía creer en que Yahvé, el Altísimo, pudiera haberse acercado hasta nosotros en carne mortal. Lo comentábamos los discípulos en nuestros momentos de intimidad. Sabíamos que no era posible ver a Dios sin morir, y nosotros veíamos a Cristo, que se decía Dios, y seguíamos en pie. Leíamos en la Escritura que Dios pondría su morada entre nosotros, pero ya tuvimos la tienda del encuentro durante nuestro periplo por el desierto, y ahora teníamos el templo, la casa De Dios, dónde hacíamos nuestras oraciones. Por eso me costaba creer que la nueva morada fuera su propia persona, el mismísimo Dios de nuestros padres, que pudiéramos experimentar corporalmente la plenitud de su divinidad”.

Lo más admirable del pasaje de hoy es que el Señor en vez de reprochar con mal genio su incredulidad, cumple escrupulosamente con su demanda. Tomás quería meter los dedos en el agujero de los clavos, la mano en el costado, y aquella exigencia tuvo una respuesta verificable, punto por punto. El Señor no deja ninguna de nuestras ocurrencias sin respuesta, aunque nos suenen inverosímiles, el Señor está siempre atento.

Me contó recientemente un sacerdote que, cuando era niño, se puso delante de una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y le propuso en voz alta ser, desde aquel momento y para siempre, amigo suyo. Me dice emocionado estos días que nunca ha tenido dudas de su vocación sacerdotal, que aquella promesa infantil resultó un punto de arranque de una relación que ha permanecido en el tiempo. Siempre pasa lo mismo, tú le dices al Señor que actúe, que intervenga en tu vida porque tu fe la tienes fabricada con palillos y más pronto que tarde el Señor se dejará encontrar.