Se llamaba Thierry, me lo dijo nada más entrar por la puerta de mi despacho. No llegaba a los 50 años, era muy alto y casi tuvo que sortear el dintel para dirigirse a mí. “Me llamo Thierry y me han dado tres meses de vida, no soy creyente y me gustaría saber cómo vivir este tiempo de espera”. Así empezó todo. Me gustó esa exposición tan preclara, porque no me propuso cómo morir, sino cómo vivir. Más adelante sabría que era un hombre de una extraordinaria sensibilidad.
En un principio, Thierry y yo empezamos a vernos con tiento, adivinábamos con lentitud quién era quién, y qué se podía esperar del otro, porque lo nuestro no iba a ser un entretenimiento de sobremesa, sino la apuesta por una escalofriante sinceridad. Empezamos por la belleza de la música, hablamos de Schumann, Brahms, Beethoven, los clásicos franceses. Thierry era muy francés y le gustaba el impresionismo de Debussy. Compartíamos muchas aficiones, y la música siempre era tema recurrente. Poco a poco ascendimos por la ruta de la belleza, que siempre consigue guiar a nuevos miradores. Y en algunos descansos le hice saber de Dios, de la belleza que prima en la torrentera de cualquier caos.
Y así fuimos quitando follaje al bosque por donde nos adentrábamos. Y yo le decía, con la misma ausencia de énfasis con que la madre cede una pieza de fruta a su hijo, que esa belleza llevaba rostro humano y tenía un corazón que latía por él, por ti Thierry. Es conmovedor asistir a la capacidad de escucha de un ser humano cuando quiere con sinceridad una respuesta y no disfruta con el mejunje de la discusión. Aprendió a rezar, fue todo muy lento, porque tres meses son en el fondo muchos días y muchas noches.
Por el deterioro progresivo de su salud, dejó de venir a la parroquia, las conversaciones las teníamos en su casa. Al final hablábamos a los pies de su cama, donde le faltaba la respiración y todo se hacía más lento, quizá mucho más hermoso. Una tarde, sentado en el suelo, escuché su vida en confesión. En toda mi vida sacerdotal, jamás he oído una confesión tan llorada y tan esperanzadora. Cuando le di la absolución nos quedamos en el silencio de los que han andado mucho y, después de comer, apenas les queda hálito para pronunciar palabra. Yo le dije que afuera, detrás de la ventana de su habitación, hacía calor, que ya asomaba la primavera. Él me hizo un gesto con las cejas, las alzó levemente. Interpreté aquello como que había alcanzado tanta comprensión y tanta dulzura dentro, que lo de fuera, ¿dónde quedaba ya? Pusimos música y murió. Murió así, sin llamar la atención.
Thierry aprendió a vivir. Desde entonces, cada vez que hablo con un enfermo de cáncer siempre le pregunto cómo quiere vivir, porque para morir hay que pasar por una nueva vida.
Conmovedor a la par que hermoso; saber que te queda poco tiempo y tienes que estrujarlo y saborearlo, sacarle el máximo partido. Cuando se hace una confesión así, de toda tu vida, experimentas una paz inigualable a ninguna otra cosa en este mundo.
Padre, que bien debió vd. de sentirse al poder guiar y ayudar a esta persona. Cada vez que alguien se acerca, y se pone delante del SEÑOR de esta manera, tiene que ser un día de júbilo.
Aprendió a rezar en tres meses, otras personas tardamos muchísimo tiempo más y todavía no lo hemos conseguido, (hablo por mi).
Que el SEÑOR le diga bendiciendo con su gracia, y pueda seguir ayudando a tantas personas necesitadas.
Hace años cayó en mis manos la lectura de un libro difícil de olvidar y que, tal vez, conoceréis, su título y la historia que en él se narraba, toda una gran lección de Vida y Amor.
«Martes, con mi viejo profesor».
La historia humana, llena de sensibilidad, de fe y confianza en esa Vida plena y llena del Amor sublime de Jesús Resucitado.
La enfermedad no es tan sólo la cara visible del sufrimiento y la finitud, sino una puerta abierta a la Esperanza en Jesús, Señor de la Vida en la plenitud del Amor.
Hoy se atenta contra la vida de maneras diversas, no se asumen los límites que es necesario no pasar y respetar. El ser humano no es una «historia clínica», ni la «ficha de un laboratorio». Tiene una realidad que supera a todas las demás: su dignidad sagrada.
Hasta el dintel de esa «puerta» en la que un día estaremos, vivir ha de ser una historia de alegría y esperanza, de amor compartido, donde la compasión nos acerque a esa humanidad limitada y, sin embargo, plena de dignidad.
Orar puede ser una sinfonía de amor y amistad, un intercambio con la vida y el sufrimiento del otro. La muerte entonces se va al lugar de la nada, convertida en falaz invento.
Yo rezo cada día para hacer el amor más coherente, más pleno y verdadero. ¡Qué importa mi limitación, si amando no muero!
Miren Josune
Muchas gracias padre por compartir esta hermosísima historia. Lloré y le pedí a Thierry que desde el cielo rezara por mí y por todos nosotros. Que Dios lo bendiga por su vocación, padre. Nos da vida a través de los sacramentos y derramando su conocimiento sobre nosotros. Que Dios lo bendiga padre por todo lo que nos da a nosotros, sus hijos.
Gracias por compartirlo con nosotros.
No hay palabras.