Éxodo 40, 16-21. 34-38

Sal 83, 3. 4. 5-6a y 8a. 11 

san Mateo 13, 47-53

«El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?» Una de las cosas que no saben los que no creen o han dejado de creer en Dios es que Dios no ha dejado de creer en ellos. Se pueden pensar que el final de la vida no es nada, pero comparecerán ante Dios, y mirará sus obras y su corazón. Yo no digo, lo he dicho muchas veces, que no por ser creyente se es más bueno, pero al menos se es más consciente de la transcendencia de lo que hacemos. Si los ateos no fueran juzgados lo mejor que podría hacer la Iglesia -un enorme acto de caridad-, sería dejar de evangelizar. Pero nos presentaremos ante Dios todos, buenos y malos, cuando llegue el final de los tiempos. El juicio de Dios es una realidad. Misteriosa, no sabemos cómo será ni me pondría yo en su lugar. pero es una realidad a la que tendremos que enfrentarnos.

La Iglesia, y por lo tanto Cristo y el Espíritu Santo, es más pesada que los comerciales de cualquier producto. Insistirá una y otra vez, para que el día que lleguemos ante el juicio de Dios lo hagamos de manos de su madre María, y así podamos -por la misericordia de Dios-, participar también del número de los santos.