«-¿Por qué quieres reemplazarle?

– Porque ese hombre tiene mujer e hijos y le necesitan. Yo no estoy casado, soy célibe y a mí no me está esperando una familia. Permítame remplazar en el barracón de la muerte a ese hombre.»

La ley del campo de concentración de Auschwitz exigía que si un preso se fugaba morirían otros diez en su lugar. Por eso pusieron a todo el barracón en fila y el comandante  que dirigía el campo, al azar eligió a los diez presos que morirían por inanición hacinados en el barracón de la muerte. El último de los elegidos no paraba de llorar y gritaba: «¡piedad, piedad, soy un hombre casado, tengo mujer e hijos, ¿quién va a cuidar de ellos? ¡Piedad, por favor!»

Este gran franciscano conventual no sólo se ofreció en sustitución de aquel preso, sino que sostuvo hasta el final, con la fe y la esperanza cristiana, a sus compañeros de tortura. Ese fue el gran milagro de san Maximiliano y esa fue la hazaña heroica que lo haría ser reconocido por todos. Dios le dio una fortaleza sobrehumana para ir acompañando en la muerte a cada uno de sus compañeros y sobreviviendo al hambre y al agotamiento. Su martirio fue coronado con la terrible «inyección letal».

Sigmund Gorson, judío superviviente de Auschwitz, daba este testimonio: «El padre Kolbe sabía que yo era judío, pero su amor nos abarcaba a todos. Él nos daba mucho amor. Ser caritativo en tiempos de paz es fácil, pero serlo, como lo era el padre en ese lugar de horror, era heroico… Yo lo veía como un príncipe entre los hombres.»

¿Qué norma o ley de la tierra pide amar al extraño hasta dar la vida por él? No existe. Uno es capaz de arriesgar la vida por la familia o el amigo amado, pero no por un extraño. Y si alguien lo hace le llamamos héroe. Muchos existen en el mundo. Maximiliano Kolbe también  lo fue. Pero la Iglesia le llama algo más, le llama santo. Porque llevaba la ley de Dios inscrita y viva en su corazón. Hoy escuchamos a Moisés que dice de parte de Dios: «ama al forastero, porque fuisteis forasteros en Egipto.» Aquel sacerdote amó a todos, judíos o cristianos, de su patria o de otras naciones porque antes él fue amado por Cristo. Y esta es la fuente de la santidad, no es simplemente amar, como mera potencialidad del hombre, sino amar con ese flujo de amor con el que Dios nos ama.  Y Dios no se frena en ofrecerse y en dar a cada uno lo que le es debido. Así lo vemos en este evangelio de hoy del impuesto de las dracmas. Amar a todos, ¡a todos!  En el mundo de hoy esto es una revolución: al guapo o al feo, al que me cae peor o me es simpático, al de mi religión o de otra confesión, al amigo o al adversario… Amar a todos es el signo de la gratuidad por excelencia, y la señal inequívoca de que Dios está presente en una persona.

Como diría aquel judío del campo de concentración: «El padre fue como un ángel para mí. Como una mamá gallina acoge a sus polluelos, así me tomó entre sus brazos. Me limpiaba las lágrimas, cubría mi desesperación. Yo creo más en la existencia de Dios desde entonces. Ciertamente, en aquel momento, el padre Kolbe me devolvió la fe.»