Detrás del tono escueto y sintético del evangelio de hoy, Lucas sabe plasmar el ritmo abrumador de actividad que solía llevar Jesús en el día a día de su vida pública. La curación de la suegra de Pedro es solo la punta de un tremendo iceberg al que se refiere el evangelista cuando dice que al ponerse el sol, acudían muchos enfermos a que les curara. El Señor podía haber ejercido su medicina general, curando a todos de golpe y con una sola palabra mágica, no solo porque eran muchos sino también porque, con criterio humano, hubiera sido lo más rápido y eficaz. A golpe de clic, el Señor podía haber curado a los cientos de enfermos que acudían a él; es más, a golpe de clic, y ya puestos, el Señor podía haber curado de raíz todas las enfermedades del planeta, de modo que la humanidad de todos los siglos no hubiera tenido que padecer tanto dolor. Y, además de los enfermos, seguía expulsando demonios que, por cierto, ¡son los únicos –entre tantos enfermos- que pronuncian bellísimas confesiones de fe! ¿Es posible que tuvieran ellos más fe que muchos de los enfermos que habían sido curados por el Señor? Y, por si era poco, seguía predicando en las sinagogas, y era tal la fama que iba teniendo, que la gente no le dejaba ni un segundo, y le seguían a donde iba, hasta pedirle que “no se separara de ellos”.

Cualquiera de nosotros, con este ritmo de actividad, estaría ya hablando de estrés, de agobio, de “no tengo tiempo”, “no me da la vida para más”, y todas las demás letanías del estrés, que solemos rezar cuando nos dejamos llevar de la ambición del tiempo. El Señor, en cambio, no parece que sufriera de agobio y de estrés. Porque semejante ritmo de actividad no es sinónimo de activismo y, mucho menos, de estrés. Quizá el secreto está en que sabía retirarse a tiempo a descansar. Pero, claro, sabía descansar; porque, si el mal de nuestro tiempo es el estrés y la depresión, quizá es porque no sabemos descansar bien y a tiempo. Hemos sustituido la cultura del descanso por la cultura del ocio y, así, aunque podemos dedicar nuestras vacaciones a “descansar”, sin embargo, parece que volvemos al día a día laboral y familiar más cansados y con peor humor que cuando nos fuimos. Y, ni el verano logra quitarnos de la boca nuestras letanías del estrés, que seguimos repitiendo en cuanto llevamos media hora reincorporados a nuestra actividad laboral.

Tampoco parece que el Señor aprovechara toda su actividad y su buena fama para que las multitudes le idolatraran. Porque, una de las tentaciones del apostolado es personificarlo, es decir, servirnos de Dios para hacer crecer y alimentar nuestro ego. Que las multitudes –o no tan multitudes- nos sigan, nos aprecien, nos halaguen, nos reconozcan nuestra labor, etc., no deja de ser gratificante. Pero, en nombre de Dios, podemos convertirnos en el centro del apostolado y hasta convertir ese apostolado en una compensación afectiva por otras carencias de diverso tipo que ocultamos o no queremos reconocer.

El Señor descansaba retirándose a un lugar solitario. Descansar es volver a centrar el corazón en lo importante y vaciarlo de tantos trastos afectivos, que nos entretienen y nos halagan, pero que terminan agostando nuestra vida espiritual. El Señor, que no sabía de ocios…, descansaba su corazón en el Padre y en el Espíritu Santo. Aprendamos nosotros a descansar el corazón y nos libraremos de esas cansinas letanías del estrés, que son tan contagiosas y que todo el mundo repite inútilmente.