Aquellos rudos pescadores, que habían pasado toda la noche intentando pescar algo, llegaron a la orilla cansados, malhumorados, agotados de no dormir y de malcomer algo. Era un oficio duro e ingrato, que aseguraba el sustento diario no sin mucho trabajo e inseguridad. Mientras remendaban las redes, se acercó el Señor a Pedro, el cabecilla del grupo, y le dio un mandato desconcentante: “Rema mar adentro y echad vuestras redes para la pesca”. Podemos imaginarnos la cara de Pedro, a punto quizá de soltar alguna de sus bruscas contestaciones, tan cansado y desanimado como estaba. ¿Cómo se atrevía el Señor a pedirle que volvieran a salir a pescar, cuando todavía no se habían recuperado del trabajo inútil de toda la noche? ¿Tenía que ser en ese momento? ¿Por qué no mejor por la noche, que ya estarían más descansados, habrían desayunado en condiciones y se habrían dado una ducha relajante? Humanamente hablando, Pedro tenía todas las papeletas a su favor para discutir con el Señor, y con razón, sobre lo absurdo que era lo que les estaba pidiendo. El Señor, en cambio, conocía su situación y lo absurdo de esa orden, pero Pedro tenía que aprender el estilo del Señor, que se escapa a toda medida y plan humano. Es muy típico de Dios hacer cosas grandes a partir de cosas absurdas.

Pues, por si fuera poco, el Señor se lo pone aún más difícil: no os quedéis por la orilla, remad mar adentro. Pescar cerca de la orilla es lo más sensato, lo más fácil, lo más seguro; si se levanta la tempestad, tienes la seguridad de que puedes llegar a tierra rápidamente. Quizá pescas menos, pero lo haces con la seguridad de que tocas tierra rápidamente. Pescar mar adentro tiene más riesgos; quizá coges más peces, pero te falta la seguridad de la orilla, de tocar tierra en cuanto surja un poco de oleaje. Pescar sí, claro, pero con la seguridad de la orilla.

Pedro se fía. En medio del absurdo, se fía de Dios. Renuncia a sus seguridades humanas y se fía de Dios. La seguridad de la orilla frente a la confianza solo en Dios. Y pone todos los medios humanos a su alcance, es decir, echa las redes, pero, lo hace donde no hay orilla, con la seguridad puesta solo en Dios.

Nuestras orillas, nuestras seguridades humanas y espirituales son, quizá, las que impiden el milagro de ver repletas nuestras redes. Pues claro que decimos que confiamos en Dios, en su providencia, en su poder de obrar milagros, pero, por si acaso, ¡no nos alejemos mucho de la orilla! Y, mientras con una mano ponemos una vela a Dios, con la otra seguimos agarrados a nuestras seguridades humanas y espirituales. Y cuando fallan, viene el desencanto, la desilusión, y entonces echamos la culpa a Dios, que nos deja tirados, a pesar de que, con la otra mano, no hemos dejado de ponerle la vela. Renunciar a nuestra orilla: he ahí el gran reto de nuestra vida espiritual.