El espectáculo horripilante de ver a una viuda que va a enterrar a su hijo único, es demasiado para las dos naturalezas de Cristo. Ambas se conmueven profundamente, por eso le dice a la mujer “no llores”, por qué si no, el que se va a arrancar a llorar será Él mismo. Esto en lenguaje llano se denomina empatía. Recientemente he leído un texto maravilloso de Edith Stein, Santa Teresa Benedicta De la Cruz, su tesis doctoral que, precisamente, se llamaba así «Sobre el problema de la empatía». Allí decía que la empatía es la puerta de acceso a la experiencia mística, el modo que tiene el creyente de captar el amor de Dios, y el modo como Dios capta la vida del hombre. Un Dios que se va a echar a llorar por el destino trágico de una viuda, es un Dios que muestra una profunda relación con nosotros.

La empatía de Cristo con los hombres de su tiempo provenía de su condición humana. Resulta importante recordar este detalle para caer en la cuenta de que siempre tenemos a mano la oportunidad de hacer la misma vida del Señor, porque Dios vivió humanamente. Yo no tengo un manual de aprendiz de brujo lleno de fórmulas y rarezas, sólo cuento con mi naturaleza humana, con la posibilidad de estar llena de Dios desde que el Verbo se hizo carne. La humanidad pura y dura queda apuntada por los evangelistas en muchas ocasiones, «se le removieron las entrañas». El pasaje se refiere a otro encuentro, el de Cristo con un leproso. Toda su humanidad queda removida por un ser humano desesperado, al que en su día se le imputó de impureza y así permaneció, al margen de la vida. Resultaría amorfo un cristianismo que predicara ternura y nada humano se removiera. La empatía nace cuando hay verdadera humanidad.

Me he acordado de la cantidad de gente que ha venido a verme con heridas del pasado. Algunos me dicen que creen en Dios y no en la Iglesia, es una frase típica, a veces resulta un cliché cómodo para abandonar los compromisos que toda relación conlleva. Pero en muchos corazones ha nacido un primer brote de abandono cuando fueron a hablar con un sacerdote para descargar su conciencia. Quizás era la primera vez que se atrevían a mostrar su debilidad fuera del ámbito familiar, necesitaban un consejo sabio para volver a poner el eje existencial en su sitio. Y el sacerdote les atendió con zalamerías propias de la buena disposición, pero durante el rato de charla, la muestra de interés ofreció su verdadera naturaleza: la pose. El cura no mostraba ni una pizca de interés, miraba a todas partes, pensaba en sus asuntos de gestión, el pago de la luz de la parroquia, la reunión con los jóvenes que aún no había preparado, el funeral… Y delante de él se escapaba un alma, pagada con el desinterés, confundida por haberse mostrado confiada.

Tenemos la suerte de ser hombres, de tener tanto en común con Cristo, ojalá que nos peguemos a su divina empatía