El Evangelio de la semilla es un texto que da mucho juego, porque el concepto “semilla” es muy preclaro: una realidad ridículamente insignificante, escondida, inadvertida, puede crecer hasta extremos descomunales de altura. Y todo comienza con una especie de lenteja anodina que produce una revolución misteriosa y alquímica sin testigos. ¿Cómo el Señor se iba perder un ejemplo así para significar la presencia de Dios en el mundo, el desarrollo de nuestra propia vocación sobrenatural? Hasta yo mismo he de convertirme en un grano de trigo minúsculo, debo dejarme sembrar en la tierra, me tengo que dejar tomar por Aquel que sabe, no permanecer sellado en mi propia circunscripción, en mi vida privada. Recordemos esa frase del Señor que nos viene tan bien “el que quiera salvar su vida, la perderá”.

Qué desasosegante me resultó la lectura de una novela de Henry Miller en la que se definía a sí mismo como un ser que no tenía nada que aportar, “descubrí casi en seguida que nunca había vivido, esa es la cuestión, si no arriesgas nada, nada consigues. ¿Cuál es el dicho oriental? Temer es no sembrar a causa de los pájaros”. Pero desde el momento que asumo el reto de dejarme enterrar en la tierra (el riesgo de vivir de la fe en el Hijo de Dios) tendré que dejarme penetrar por las fuerzas de la tierra y del cielo.

En esto Benedicto XVI ponía muchas imágenes en sus homilías gracias a su extracción alemana, una vida pegada a la tierra y al vino. Decía que para que una uva pueda llegar a convertirse en un buen vino, tiene que haber acumulado mucho sol. Esta es nuestra tarea, afirmaba, asimilar mucho sol con el fin de llegar a ser buen vino. Exponernos una y otra vez al sol de la palabra divina, de la llamada divina, pero también a la tempestad, al viento y al agua, mediante los cuales nos convertimos en uva que alcanza su maduración y da buen vino. Cuanto más arriesgas, tu uva fermenta con mejores cualidades.

El Señor ha jurado sobre mi piel que si mi me abro como una flor de primavera, pondrá sobre mí el regalo de su inmortalidad. Pero no terminamos de creerlo. Preferimos movernos con los ojos cerrados y los oídos tapados, usamos a tientas escaleras, olvidando que tenemos alas, y rezamos a un Dios como si estuviera sordo y ciego. Qué mal habla de sí misma una semilla que no ha sabido enterrarse y dar de sí enteramente