Santos: Wenceslao, Marcial, Lorenzo, Privato, Estacto, Alfio, Alejandro, Zósimo, Nicón, Neón, Heliodoro, mártires; Alarico, Alodio, Annemondo, Ausencio, Doda, Eustiquio, Everardo, confesores; Simón de Rojas, fundador; Salomón, obispo; Caritón, abad; Exuperio, Fausto, Salonio, Silvino, obispos; Lioba, virgen; Baruc, profeta.

Español vallisoletano que nació el 28 de octubre del año 1552, y murió otro día 28, en septiembre del 1624. Su padre era Gregorio Ruiz Navamuel, perteneciente a la nobleza de segunda categoría, y fue su madre Constanza Rojas.

En su propia ciudad estudió artes; luego se aplicará a la filosofía y ciencias teológicas en la universidad de Salamanca. Mostró deseos de ingresar en la vida religiosa y entrar en el monasterio de la Santísima Trinidad. Con sus 20 años iba desde Valladolid a Salamanca para hacer el noviciado trinitario; pasó nueve días en el seminario de Nuestra Señora de las Virtudes (Medina del Campo) como en una «vela de armas»; como era bastante tartamudo y veía en este defecto una dificultad para su futuro ministerio, pidió a la Santísima Virgen verse libre del defecto y quedó milagrosamente curado. Al parecer, desde entonces, y por agradecimiento, antes de hablar con cualquiera y para cualquier asunto, decía: «Ave María».

Con el paso del tiempo, fue recibiendo sucesivos encargos; responsabilidades de gobierno, que le exigieron recorrer los conventos de Cuéllar, Talavera de la Reina, Cuenca, Ciudad Rodrigo y Medina del Campo, dejando en todos ellos honda huella de su pasajera presencia.

Nombrado visitador de su Orden, va a cumplir su misión por los conventos de Granada, Málaga, Jaén, Andujar y Úbeda; renueva con celo la fidelidad al espíritu primero, dando ejemplo de virtud y admirando a sus hermanos trinitarios con su vida penitente y austera, y con la observancia estricta de la Regla. El centro y sur del Reino se benefician del apostolado incansable e ininterrumpido de este hombre de Dios que saca las fuerzas de la oración donde trata asiduamente al Señor. De su virtud salen acertados y difíciles consejos.

Su preocupación traspasa los límites de los conventos que tiene encomendados. Está atento a las necesidades de todos los que se encuentra sin tener en cuenta su cultura o ignorancia, su riqueza o pobreza; trata a intelectuales, enfermos, pobres, mujeres perdidas y políticos que tienen también un alma que salvar. A todos intenta llevar a Dios.

Felipe III requiere la presencia de Simón de Rojas en la Corte. Quiere recabar de él un dictamen sobre la cuestión morisca; después de pensado el delicado asunto, se pronuncia a favor de la expulsión. Su figura de asceta y hombre recio gana la confianza del rey Felipe III que le eligió para confesor de la reina y princesas, confiándole también la tutoría del príncipe heredero. Pero como trataba mucho con los pobres, le advirtió del riesgo de contagio y le sugirió que abandonara a los pobres para tratar a la familia real. Ante esta situación, el P. Simón le replicó: «Ave María, Majestad; si me obliga a escoger, me quedo con los menesterosos». El rey le pidió disculpas.

Ahora comienza una nueva fase de su vida apostólica. En medio de las idas y venidas palaciegas, supo enjugar las lágrimas del duque de Lerma cuando pierde el valimiento real, lo mismo que frenar la arrogancia del encumbrado de Osuna, igual que la aceptación de la deshonrosa muerte en el cadalso de Don Rodrigo Calderón. Su respuesta a la vocación cristiana, sacerdotal y religiosa no fue fácil tampoco dentro de los ajetreos de la vida del palacio; allí tuvo que rechazar firmemente graves tentaciones carnales, y mantener su visión de las cosas desde el irrenunciable prisma sobrenatural ante las intrigas políticas y la sorna –cuando no burla– palatina.

Con el favor del rey Felipe III, fundó la Real Congregación de los Esclavos del Dulce Nombre de María, más conocida como la Congregación del Ave María, que quedó formalmente constituida en Madrid por bula papal el 27 de noviembre de 1601, y cuya casa madrileña aún hoy reparte diariamente más de un centenar de comidas a los pobres necesitados. La reina Margarita fundó, también en Madrid y por consejo del P. Simón, el convento de Agustinas Recoletas de la Encarnación. Estando muy enferma la reina, Felipe III le llamó porque Margarita estaba como muerta. Al llegar el P. Simón la saludó como siempre: «Ave María, señora», y la reina le contestó «Gratia plena, Padre Rojas». Así pudo recibir los sacramentos, porque aún vivió algunos días más. También fue nombrado confesor de la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV.

Quizá convenga resaltar en esta pequeña hagiografía, que resume mínimamente su vida y obras, la actitud de franca humildad que le llevó a rechazar varias veces las sedes episcopales que se le propusieron.

Entresacadas de sus escritos, tuvo tres ideas fijas en la cabeza que supo poner en marcha a lo largo de su vida: Buscar ‘hacer mejores a los buenos’, porque sabía bien que Dios los llamaba para que tendieran a la perfección arraigando cada día más en ellos las virtudes cristianas; ‘procurar la conversión de los pecadores’, siempre cercanos en cualquiera de las etapas de su vida; y, por último, ‘ayudar en su purificación a las almas del Purgatorio’ con el ofrecimiento de sufragios personales ofrecidos por ellas.

Los instrumentos útiles para su fecundo apostolado fueron los que se encontraron a su muerte en la celda que ocupaba: la penitencia y austeridad rigurosa –la cama era solo un mueble inservible porque habitualmente utilizó el suelo para dormir–, las obras de santo Tomás, las de S. Bernardo, el libro La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, y su devocionario personal. Pero, si hubiera de destacarse un pilar todavía más firme donde hacer reposar la fuente de toda su energía sobrenatural, este fue el amor a la Virgen Santísima a la que trataba de modo constante con filial confianza.

Dejó escrito un Tratado de la oración y sus grandezas que rezuma el mismo espíritu –con expresiones coincidentes en la literalidad con las que emplearon los santos de la época– de Teresa de Jesús (a quien quiso visitar en Alba de Tormes), de san Juan de la Cruz, y de san Juan de Ávila, que fue su precursor apostólico en las tierras de Andalucía.

Murió el 28 de septiembre de 1624. Lo beatificó el papa Clemente XIII el 13 de mayo de 1766. Finalmente, ha sido canonizado para gloria de Dios, bien de la Iglesia universal y alegría de la iglesia local de Madrid, el 3 de julio de 1988, por Juan Pablo II.

¿Sabías que Simón de Rojas fue uno de los transmisores del «totus tuus» –fórmula consecratoria a la Virgen María– que constituye el lema pontifical del papa que lo ha canonizado, y que, según parece, utilizó por primera vez san Metodio de Olimpo, a finales del siglo iii, en su tratado El Banquero, en griego?