“El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Jesucristo no tenía propiedades de bienes muebles, aunque es el propietario de todo el universo, su diseñador y su mantenedor. Esta contradicción de ser rico y pobre a la vez está en el corazón del Reino de Dios y da origen a todos los carismas en la Iglesia, en cuanto son caminos para imitar al Maestro.

En esta memoria de San Francisco de Asís encontramos una vuelta a la pobreza evangélica en momentos de gran crisis espiritual de la cristiandad. La tendencia a lo terreno, a lo que vemos, tenemos y gozamos, puede desencadenar un aburguesamiento espiritual que nos aleje de la vida divina, nos haga mediocres cuando no personas que generan escándalo. Esta situación removió el espíritu de San Francisco, que consciente de la tentación permanente de lo terreno y muy tocado del carisma del Espíritu Santo, promovió en la Iglesia un camino de riqueza espiritual.

Algunos son llamados por Dios a vivirlo de un modo propio, como es el caso de aquellos que abrazan la vida consagrada. Es posible vivir en el mundo anticipando ya los apegos propios de la eternidad: todo para Dios, por Dios y con Dios. La vida franciscana nació así, como instrumento para enseñar la verdadera riqueza humana del Evangelio, viviendo el apego a Dios por encima de todas las criaturas y llevándolo a todas las personas del mundo.

Como virtud evangélica, la pobreza implica un desprendimiento de los bienes creados para disponer el espíritu a amar más intensamente los bienes eternos, es decir, Dios mismo. Es vocación universal vivirlo así. Está en el corazón de los mandamientos, que empiezan por ordenar nuestro amor a Dios. La primera bienaventuranza es la pobreza espiritual, que señala por el contrario el primero de los desórdenes: el orgullo, la soberbia, el apego a uno mismo, el egoísmo. Está detrás de nuestras idolatrías, codicias y desenfrenos. Por eso, Cristo mismo nos señala el camino de la humildad, que es la pobreza espiritual. Primer paso para entrar en el Reino de Dios: no podemos servir a dos señores, no podemos compartir nuestro amor a Dios con otros amores en igualdad de condiciones. El apego a Cristo ha de ser propio del amor esponsal: exclusivo, fiel, indisoluble. Así es su amor por nosotros, y así ha de ser nuestro amor por Él.

Pero en este planteamiento nunca se suprimen los bienes terrenos. Los necesitamos para vivir (alimento, cobijo, vestido…) y para desarrollar nuestra vida (transporte, escuelas, templos, teatros, universidades…). Se trata de ordenar el apego a los bienes materiales, no de suprimirlos, pues es imposible.

Acerca de la pobreza evangélica se oyen a veces razonamientos que se pueden quedar un poco cortos. Por ejemplo, identificar la pobreza evangélica con un estado sociológico: ser pobre es ser indigente o vivir en un país del tercer mundo. Parece que se salva sólo el pobre y se condena el rico. Pero ¿qué pasa, cuando un empresario rico lo ha perdido todo en la crisis económica que hemos padecido? ¿Cuando ha perdido sus propiedades y vuelve a casa de sus padres arruinado con el rabo entre las piernas, entonces entra en el Reino de Dios? El hecho de tener más o menos bienes materiales no determina (aunque puede condicionarlo) el hecho de ser orgulloso o soberbio. Hay “pobres” tremendamente orgullosos y otros son humildes; hay “ricos” orgullosos y otros son humildes. La división sociológica entre ricos y pobres, tan real por otro lado en el mundo en que vivimos, no es un criterio para determinar la llamada a vivir la pobreza en la vida cristiana. El hecho de tener o no tener bienes materiales o económicos no nos habla directamente de cómo es el corazón de las personas. Y es esto lo que Cristo busca: salvar e iluminar la interioridad del hombre, sanarlo desde dentro.

Otro error es confundir la pobreza con el hecho de poseer o no bienes materiales. El que no posee es pobre y el que posee es rico. De este modo, también se puede hacer una división artificial, ajena a lo que Cristo viene a traer a los hombre. Por ejemplo: ¿dónde estaría la barrera que separa la riqueza y la pobreza? ¿Un mileurista es rico o pobre? ¿Alguien que tenga casa y coche en propiedad puede entrar en el reino de Dios? ¿Una familia ha de vender su vivienda para entrar en el Cielo? Hemos dicho que la pobreza, como virtud y como disposición del corazón, es una vocación universal, porque Cristo vivió así. Pero no todos en la Iglesia están llamados a vivirlo de igual modo en el ejercicio práctico de esta virtud.

Algunos, como los franciscanos, renuncian a la posesión personal. Otros muchos carismas viven la pobreza como un auténtico “no poseer” bienes materiales. Las Misioneras de la Caridad sólo pueden “tener” como propio lo que cabe en una caja de zapatos. Es una renuncia real. Pero el hecho de “no tener nada” no implica inmediatamente que haya una entrega completa a Dios en alma y cuerpo. La pobreza de espíritu, la humildad, es un camino constante de crecimiento interior al que ayuda el hecho de no estar ocupado en los bienes materiales. El carisma y la gracia del Espíritu Santo elevan al alma hasta esos ideales maravillosos. Este descuido de la pobreza del corazón, la humildad y sobre todo un auténtico apego a Cristo es lo que ha provocado que en muchos lugares la vida consagrada haya dejado de tener la fuerza de los comienzos de su carisma fundacional: se ha prestado mayor atención al aspecto externo, como si la pobreza fuera en primer término el mero hecho de no tener externamente nada, o vivir de modo indigente. En realidad se trata de poseerlo todo, uniéndose a Cristo mismo.  En muchos lugares se ha descuidado la vida espiritual, la oración como camino de llenar el corazón de Cristo. Ya pasaba en tiempos de San Francisco de Asís, quien buscó llenar esos vacíos; ha pasado, pasa y pasará. Pero las crisis nos ayudan a crecer cuando sabemos enmendar y aprender de los errores. Los santos nos ayudan en esa tarea: son las alarmas, los campanazos que necesitamos escuchar par alertar de nuestra blandenguería.

Hoy pedimos especialmente por la orden franciscana y tantos carismas que han nacido de aquella siembra que hicieron San Francisco de Asís y Santa Clara. Fueron momentos de crisis espiritual iluminados por un gran don para la Iglesia. Y pedimos para que todos los consagrados sean siempre testimonio vivo del apego más bello que podemos tener: entregar nuestra vida al Amor de los amores, al Esposo de la Iglesia. ¡Que vivamos pobres para ser ricos como Cristo!