Las lecturas de hoy son de aquellas que muchos quitarían de la Escritura. No nos gusta que nos hablen de la desobediencia, el castigo y la dureza del corazón (los tres temas de hoy). Pero son realidades crueles que contemplamos permanentemente en la vida real de las personas y los pueblos. El que no quiera verlo, que se lo haga mirar. Quizá para muchos el Evangelio tiene que presentar siempre el lado dulce, paciente, tierno, mieloso y adulcorado de Cristo; pero nos guste o no, esto no es una novela rosa: es la historia de la redención y para ello se ha de hacer una lectura realista del estado del corazón de las almas y los pueblos. De la mano del Señor será una lectura esperanzada (como el arrepentimiento de la primera lectura), pero nunca adulcorada: hay desobediencia, hay mucho pecado y hay mucha ceguera y sordera. Y las quejas de Cristo, los famosos “ayes” o como se diga, están más que justificados y no pierden actualidad. Por eso se convocó el año de la misericordia, para indicar que existe el camino del perdón y la reconciliación, y que sólo así, puede haber auténtica paz entre los hombres. Un corazón arrepentido y perdonado es un corazón sanado, con mayor capacidad para ver el bien y el mal, y por lo tanto, un corazón que va creciendo en los valores espirituales.

En la memoria de San Bruno, fundador de la Cartuja, nos fijamos especialmente en lo que hace referencia a la sordera de los valores del espíritu, que como aparece en el Evangelio de hoy, un rechazo de Cristo.

Nos falta silencio. Lo dicen los pedagogos, los psicólogos, los sociólogos… La pantalla amenaza con arruinar la capacidad contemplativa, tan característica del espíritu humano. A través de la contemplación y con el tiempo necesario vamos interiorizando experiencias, aprendemos de nuestros errores, proyectamos iniciativas, creamos arte y cultura, crecemos en el amor. En resumen: la contemplación y el silencio nos hacen sabios. Algo esencial para que la vida de cada uno adquiera un sentido y le de una orientación.

Por otro lado, están de moda las denominadas técnicas de relajación, que para muchos dan consistencia a la vida espiritual. Con el paso del tiempo, tampoco llegan a cumplir plenamente su fin y muchos van de flor en flor esperando encontrar la jalea real que llene su vida.

En realidad no es el silencio lo que nos hace contemplativos; es sólo el medio para que en un corazón bien dispuesto, se realice el milagro de una relación con Dios de tú a Tú, experimentando lo profundo de una paternidad que salva porque llena, que abraza sin medida y que ensancha hasta el infinito nuestro espíritu. El silencio es el medio para el fin: contemplar a Dios dentro de nosotros mismos, y enamorados y llenos de la gracia divina, mirar al mundo y a nuestros hermanos. ¡Cuántas lágrimas de alegría derrama la gente cuando descubren esta grandeza!: ¡Dios dentro de mi!

Bendita oración, benditos ratos que pasamos ante Jesús Eucaristía, benditas vigilias que nos hacen orar por el mundo entero. El fruto de la oración cristiana, aquella que es genuina del Evangelio, es la unión con Dios, quien en realidad ora dentro de nosotros. Por eso, ninguna técnica de relajación puede alcanzar jamás su meta: no tiene a Dios, ni persigue relación con Él.

Que San Bruno nos ayude en el camino de nuestra intimidad con Dios. Que elevemos súplicas y peticiones por nuestros pecados y por los de la humanidad para que, arrepentidos, seamos fieles a las mociones divinas y nos dispongamos a servir más fielmente a Cristo y a nuestros hermanos.