Dice Jesús que en una misma familia estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre. Parecen palabras exageradas, pero podemos recordar algunos casos en que esto sucedió así hasta el final. Así, san Hermenegildo fue perseguido por su padre Leovigildo, que era arriano, y murió asesinado en la cárcel. Hace mucho menos tiempo, en 1994, en Ruanda, una muchacha, Felicitas, del clan de los hutu, había escondido a trece niñas de la etnia tutsi. Su hermano, coronel, intentó disuadirla, porque ella prefería morir con las tutsi que habían venido a asesinar a dejarlas desprotegidas. Felicitas dice a su hermano: “Querido hermano, en lugar de salvar mi vida abandonando a las que están a mi cargo, prefiero morir con ellas.” Y murió asesinada. Son casos heroicos de esos que, como dice la carta a los hebreos, han llegado a derramar la sangre.

Lejos de esto pero en la misma línea, encontramos la incomprensión de muchos padres hacia la fe de sus hijos o el rechazo de algunos familiares cuando un joven manifiesta vocación. Tampoco faltan familias en las que todos los miembros participan de la misma fe. En cualquier caso se nos manifiesta ese fuego que Jesús ha venido a traer al mundo y que lo incendia todo. Cuando su llama prende en nosotros, si somos fieles, es imposible que deje de arder. Lo quema todo a su paso purificando nuestro corazón, nuestras relaciones, la manera que tenemos de tratar las cosas y de trabajar, y el mismo amor hacia nuestros familiares.

Ese fuego es el que permite separar la falsa paz de la verdadera, la que nos trae Jesucristo. Es como cuando en los altos hornos, a fuertes temperaturas, se separa el metal de la ganga. También Jesucristo separa el mal del bien y ello, en ocasiones, reporta algunos sufrimientos para quienes le son fieles. Ese fuego, además, es el del amor divino. En el Antiguo Testamento lo vemos prefigurado en la zarza ardiente desde la que Dios habló a Moisés, o en la columna de fuego que guió a Israel por el desierto, o también en las llamas que descendieron del cielo para consumir el sacrificio de Elías. Igualmente podemos ver en él una imagen del Espíritu Santo, que enciende su llama en el corazón de los bautizados y después crece y se irradia por el ejercicio de la caridad. El Espíritu Santo nos será dado después de que Jesús haya pasado por el bautismo de sangre del que nos habla. Su sacrificio en la cruz dará eficacia a los sacramentos y la salvación nos vendrá por el agua, la sangre y el Espíritu Santo.

Alguien podría pensarse que el culpable de la división es Jesucristo, pero la causa es la verdad. En los ejemplos citados admiramos la fortaleza de los mártires, que no fue obstinación sino amor a la verdad.

Jesús, al llamarnos a su lado también nos da a María como Madre, que ella sea nuestra custodia para cumplir en todo la voluntad de Dios.