No estamos acostumbrados a que alguien, como leemos hoy en la primera lectura, reconozca sin tapujos su dificultad para obrar el bien y su inclinación al mal. El Apóstol lo hace. Probablemente es ayudado en ello por la conciencia de que, como se indica al final de la lectura, se sabe salvado por Dios a través de Jesucristo. Aún así el testimonio de Pablo resulta ejemplarizante para todos nosotros. Porque, además de experimentar las mismas contradicciones del apóstol, encima nos cuesta más reconocerlas.

Parece que para curarse una de las primeras cosas, y de las más necesarias, es saberse enfermo. Sólo a partir de ahí uno empieza a preocuparse y a buscar soluciones. Mientras dura la arrogancia, que es presunción de que todo va bien, los remedios quedan lejos y siempre nos parecerán superfluos.

San Pablo no dice que no quiera el bien, sino que se ve incapaz de realizarlo. Podríamos decir que falla la correa de transmisión entre lo que su voluntad desea y lo que finalmente ejecuta. Es consciente, porque lo señala en otros momentos de sus enseñanzas, de que en el hombre actúa una anomalía que es fruto del pecado original. Como consecuencia del pecado estamos heridos en nuestra naturaleza. Ello no significa que nuestra naturaleza esté corrompida (así lo pensaba Lutero, pero no es lo que enseña la Iglesia), pero sí que el obrar rectamente resulta mucho más complicado.

A esta situación san Pablo la denomina esclavitud del pecado. Algunos, que perciben lo mismo que el Apóstol, les parece que eso es lo normal y se escudan en expresiones del tipo: “es humano errar”, “todos nos equivocamos”, “no soy de piedra”… Eso está bien si lo que se pretende es elaborar una estadística, pero resulta del todo insuficiente si lo que está en juego es nuestra felicidad. Desde esta perspectiva el cariz es muy distinto. Hay una anomalía en mí que me llega a impedir la felicidad que deseo, porque esta va unida a la realización del bien.

La constatación de san Pablo nos sumiría en la tristeza si él mismo no nos avanzara el camino de salida. Vivimos esa esclavitud, pero no es ese nuestro destino. Es Jesucristo quien nos salva de esa situación absurda. Porque es absurdo estar inclinado al bien, amarlo y querer alcanzarlo y, al mismo tiempo no hacerlo por culpa nuestra (porque las deficiencias que experimentamos no nos libran de nuestra responsabilidad). Jesús nos ha salvado muriendo en la cruz y Él nos libera.

En la carta a los Gálatas el Apóstol lo expresa con estas palabras: “para ser libres nos ha libertado Cristo”. La nueva libertad consiste en que, ayudados por la gracia, sí que podemos realizar el bien que anhelamos y que está tan unido a lo que nuestro corazón desea con todas sus fuerzas. Haciendo ese bien alcanzamos, siempre con la gracia, amar a Dios que nos lo ha regalado todo.