Jesús no tenía prejuicios, por eso llegaba a todos.

El corazón de Dios es así, hace salir el sol sobre buenos y malos, hace llover sobre justos e injustos. No se frena en las apariencias porque mira al interior, ve desde la verdad. Para el Señor no hay fronteras. El prejuicio siempre es el muro que lo impide todo. Permitidme que comparta una experiencia:

“Estaba en la celebración de una misa y había un joven que me molestó. Estaba al lado de sus padres en una postura irrespetuosa. Durante la homilía, estaba comiendo chicle, con los brazos estirados encima del respaldo del banco, con una mirada un tanto perdida,…  Me parecía intolerable. En ese momento estuve tentado de parar la homilía y amonestarle, o… qué se yo, pero no podía permitir tal desfachatez. Sin embargo, en mi corazón, algo me decía que era más evangelico acercarme al finalizar, saber quién era, y si cabía la oportunidad, hacerle una sencilla corrección. Y así hice…

Pero ocurrió, para mi sorpresa, que aquella familia se acercó inmediatamente a mí para agradecerme por la misa. Entonces vi la oportunidad para dirigirme a aquel joven y mostrarle mi disgusto por su actitud… Pero… cuando cuando el muchacho abrió la boca, su repuesta me dejó petrificado:  balbuceaba, no podia casi hablar, era un chico con un grave retraso mental.  ¡Dios mío! ¡Y pensar que podía haberle dejado en evidencia delante de toda la asamblea!”

Pablo se dolía al ver a sus compatriotas encerrados en sus prejuicios. Los herederos de todas las promesas de Dios, ellos que eran el pueblo elegido, no habían podido conocer a Cristo y alcanzar su salvación. Sus corazones cerrados en sus tradiciones eran incapaces de escuchar la verdad del evangelio.

Jesús encontraba en los fariseos personas fieles a los mandatos de Dios, sinceros creyentes. Pero una y otra vez se topaba con los prejuicios de su corazón, altivos en la soberbia, autosuficientes en la verdad. Y no podía llegar a iluminar su alma. Aquel hombre de hidropesía pudo encontrarse con Cristo y ser sanado porque iba con el alma abierta, con total esperanza.

Por mi parte, desde aquella misa, hice la solemne promesa de desterrar todo prejuicio. Nunca las apariencias o mi idea sobre el otro, me cerrarían la oportunidad de conocer el precioso don que es el otro. La posibilidad de conocer la Verdad que también habita en cualquier alma. Y hasta hoy, cada persona, cada situación, a veces doliente, se me antoja un puente que recorrer para llegar al milagro de la fraternidad auténtica.