En el Evangelio de hoy Jesús va al tema de qué es lo que se apodera de nuestro corazón. Primero nos habla de que hay que saber administrar los bienes, los ajenos y los propios y que esa responsabilidad empieza desde las cosas más pequeñas.

Los bienes son fruto de nuestro esfuerzo, pero ante todo son un regalo que Dios nos hace.  Pero Jesús después va más lejos. Cuando esos bienes entran en el corazón y empieza a ser lo que conduce mi vida, ahí lo he perdido todo: «Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.»

Cuando dejamos que nuestros bienes se apoderen de nuestro corazón, dejamos de ser como Jesús: el hombre que tenía a Dios como único dueño de su corazón y por ello pudo ser el verdadero administrador fiel de todo lo que el Padre le confió. Esto se manifiesta de una forma densísima en el lavatorio de los pies de la última cena, que condensan lo que significa toda una vida al servicio de que los demás crezcan: «sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó.» (Juan 13)

Jesús termina con palabras muy claras en cuanto a qué es lo abominable a los ojos de Dios: “Vosotros sois los que os la dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios.» Para Dios lo abominable no es fallar, caer o llegar incluso a robar. Esto se manifiesta en el perdón a uno de los condenados  al lado de Jesús en el Calvario. Lo que es abominable ante Dios es la apariencia de justo del que verdaderamente no lo es.