Cuando todos nos dimos cuenta de que habíamos nacido en el tiempo de las masas, fue demasiado tarde para recapacitar. Hemos dado demasiada importancia al número, nos hemos olvidado del peso de cada persona, de sólo una. La vida se cuenta en índices de audiencia y listas de censo. Hasta en el lenguaje de parroquia se dice “tenemos este año 100 parejas de novios, guau”. Nos deslumbra aquello que, curiosamente, para Dios no existe. Dios no crea miles de especies de pájaros, sino uno, cada uno cuenta con un diseño único. Y nosotros “¿no valemos más que ellos?”.

Me fascina una de las frases del libro “Homo sovieticus” de la Nobel de literatura Svetlana Aleksiévich “siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque en verdad, es ahí donde ocurre todo”. Ha llegado por fin el día tan querido en nuestra tradición cristiana de la Inmaculada Concepción. Celebramos un espacio humano único donde, en su pureza, tiene cabida la posibilidad de la Encarnación de Dios. El espacio de libertad más absoluto, capaz de confirmar al Altísimo su propuesta con una aceptación desde lo más profundo de las entrañas. María es el misterio más próximo al Misterio, nadie puede hablarnos mejor del Hijo que su Madre, y mejor del ser humano que la Madre del Hombre. En ella se quiebra la solidaridad humana del pecado original, por eso es la gran esperanza del hombre. Cuando pienses dónde está el ser humano que nació de las manos de Dios sin contaminación de burla del Diablo, la encontrarás a ella, a María.

Habría que revisitar el Evangelio cada día para meditar en el poder de su silencio y de su construcción interior. En ella nada es hacia fuera, nuestra Madre no es una fachada historiada, sino una pequeñísima capilla donde el Santísimo está expuesto día y noche. Hace unos años, una mujer me contó que se encontraba sola e incomprendida en la vida para tomar una resolución trascendental, pero que le animaba la vida de María: por su embarazo inaudito, por aquella salida de su pueblo natal y la escapada precipitada fuera del país, por el dolor perpetuo de ser la madre de aquel judío escandaloso que se decía Dios, «la mujer de la espada atravesada vivió con serenidad, y eso -me contaba aquella mujer- me ayuda«. No la pongas tampoco lejos de ti, ella sabe cómo concurren la vida de la criatura y la vida sobrenatural.

En una carta que redactó a su madre en la Navidad de 1909, Rilke escribe un texto maravilloso. «Nuestra vida es rápida y breve. Dios es en cambio, lento y sin fin. Por eso siempre surgen momentos donde lo uno no parece compatible con lo otro. Pero nosotros no deberíamos saber cómo se unen, sino solo estar ahí, con el corazón abierto ante el misterio de que lo grandioso encuentre su espacio en lo pequeño y de cómo en la intensidad de nuestra existencia puede condensarse un instante de eternidad que viene a coincidir con la ininterrumpida eternidad de Dios. Sean estos mamá querida, nuestros pensamientos comunes en la hora más espiritual de esta antigua y santa festividad, y que el ánimo y el valor fluyan hacia tu corazón en paz y plenitud»