San Juan, identificado con el discípulo amado, el que en la última Cena se recostó sobre el pecho del Señor, es el evangelista que nos pone en contacto con la intimidad de Jesús. De hecho es uno de los elegidos que participó y por eso fue testigo de acontecimientos como la Transfiguración, la resurrección de la hija de Jairo, la Agonía en Getsemaní, fue el único que estuvo presente en la Crucifixión y el que, Junto con Pedro, halló el Sepulcro vacío. Todo esto, justo con otras muchas cosas que no nos narran los evangelios, porque lo que se ha consignado se ha hecho para que tengamos vida (cf. Jn 20,31), formaría parte de la memoria cotidiana del Apóstol, hasta que finalmente lo puso por escrito en su Evangelio, en las tres Cartas y en el libro del Apocalipsis.

Juan nos ha regalado en el Prólogo de su evangelio la reflexión más elevada del Misterio de la Navidad que escuchamos reiteradamente en estos días, pero también comenzamos a escuchar hoy y lo haremos durante todo este tiempo de forma casi continua en la Primera lectura de la Misa, sus tres cartas.

Dos o tres son las ideas centrales de sus escritos que aparecen ya en las lecturas de hoy: Dios es Amor, Cristo lo ha manifestado y este es su “testamento” para sus discípulos; Jesús y su mensaje no son un conjunto de historias bonitas que recordamos en las celebraciones Eclesiales, es Alguien real, “lo que hemos visto y oído, lo que tocaron nuestras manos”, un Hombre real, no una serie de mandamientos que hay que cumplir o una serie de actitudes que debemos procurar en nuestra vida; y, por último, lo que vemos y oímos, lo que tocamos cotidianamente del Verbo de la Vida, nos conduce a la fe, (“vio y creyó”), y de esto es de lo que hablamos, acerca de lo cual damos testimonio.