La celebración de la fiesta de los Inocentes está desde siempre ligada a la Octava de Navidad y aunque su ubicación nos sitúa en el plano histórico, los formularios presentan un tinte teológico. En efecto, nos narra el evangelio de Mateo que el rey Herodes, advertido del nacimiento de un Rey para los judíos, mandó ejecutar a los niños menores de dos años en Belén y sus alrededores. Los historiadores nos cuentan que Herodes pensaba que querían arrebatarle el reino, incluso sospechaba de sus hijos llegando, de hecho, a ejecutar a alguno de ellos. El nacimiento de un pretendiente al trono era una amenaza para él.

Pero el hecho histórico que nos relata el Evangelio, se convierte en la celebración de la fiesta en un compendio de la “teología del martirio”. En efecto, lo que las oraciones de la Misa proclaman es que el martirio es siempre, como se manifiesta en este caso, más que una ofrenda del hombre a Dios, una gracia de Dios al hombre. Los niños no pueden dar testimonio de palabra, ni defenderse con los miembros, es la entrega de su vida y el derramamiento de su sangre lo que habla por ellos.

La victoria de los Inocentes no es originalmente fruto de su entrega si no don de Dios, que como afirma Juan en su primera carta: “Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero”.