San Juan 2,29-3,6

Sal 97, 1-2ab. 3cd-4. 5-6

San Juan 1, 29-34

”Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo“… Es, de nuevo, Juan Bautista quien señala al Niño que estos días veneramos en Belén. No debes apartar tu vista del pesebre, porque en él se hallan encerrados todos los secretos del Amor de Dios. Conforme le contemplas, deja que estas frases que te regala la liturgia suenen una y otra vez, hasta inundar con su eco tu alma e iluminar la imagen del Niño. De fondo, las palabras del discípulo amado: “Mirad (¡Mirad!) qué Amor nos ha tenido el Padre…” “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. El Niño es Víctima, Hostia; el pesebre altar; los pañales, corporales. Los brazos de María ya ofrecen al Padre su Tesoro para que nuestros pecados sean perdonados.

El sacrificio de un cordero, al que los judíos estaban acostumbrados desde siglos, es un sacrificio conmovedor. El cordero es joven, y grita inocencia con sus ojos mientras el cuchillo se acerca a su cuello; es manso, y apenas abre la boca mientras es conducido a la muerte; es blanco como la nieve, y el rojo de la sangre que le tiñe de púrpura al ser degollado parece estar clamando al Cielo… Sí, ya sé que es un cuadro cruel, pero, recuerda… Entre Belén y el Calvario hay una misteriosa asociación.

Nuestros pecados ya se arremolinan en torno al pesebre; el Niño ha impedido a los ángeles cortarles el paso. Y pocos saben que el llanto de este Recién Nacido no es un llanto como los demás; que llora desde muy lejos, y su llanto, cristalino y rojo, llega muy arriba.

La imagen es triste, y podrás juzgar disparate lo que ahora te digo, pero creo firmemente que en esta escena se halla el centro de nuestra enorme alegría. Más grande que nuestros pecados se manifiesta hoy el Amor de Dios, quien no ha dudado en entregarnos a su propio Hijo como Víctima reparadora. Es un Amor muy grande, incomprensible; Dios es muy muy bueno… Nos dio su Tesoro, a su propio Hijo, sabiendo que lo romperíamos; pero aún así nos lo dio para que, roto, fuese el sacrificio que limpiase nuestras culpas. Es muy bueno…

Mientras tanto, el Niño sonríe. No; no es que no sepa nada de lo que está pasando. Lo sabe todo, pero sonríe; sonríe porque nos ama, y ve llegado el momento de nuestra redención. Y sonríe, sonríe también la Madre mientras asoma una lágrima a sus ojos, y sonríe el bueno de José, porque la alegría de ambos no es la risa tonta del ingenuo, sino el gozo profundo de un Amor muy grande. Y sonrío yo, y quiero que sonrías tú también, porque – créeme -, nunca, ¡Nunca! has sido más amado.