Nadie queda excluido de la salvación que trae Jesús si está dispuesto a acogerla. Hoy encontramos ese momento conmovedor en que un leproso se acerca a Jesús, “suplicándole de rodillas”. El leproso era un excluido. En la mentalidad de la época su enfermedad no sólo era algo altamente contagioso de lo que había que apartarse sino que, también, el leproso quedaba excluido de la comunidad y no podía participar en los actos religiosos. La palabra era “impuro”.

Dice el evangelio que Jesús, “compadecido, extendió la mano y lo tocó”. Es muy hermoso. El Señor se compadece de nosotros y muestra su amor y cercanía “tocando”. Lo que nadie se atrevía a hacer Jesús lo realiza. Toca al hombre enfermo y sus heridas; su carne purulenta y su piel llagada. ¡Bendita compasión de Cristo!

Hay tanta gente sola, marginada, apartada de la sociedad y recluida en su soledad… Incluso en nuestra sociedad, hemos escuchado alguna vez esta recriminación de quien se siente excluido: “¿acaso soy un apestado? ¿soy un leproso?”. Jesús no quiere a nadie fuera de su reino, que es un reino de amor. Toca y limpia.

Evidentemente nosotros en esa escena leemos también una enseñanza espiritual. El pecado nos aparta y es como la lepra, que nos deforma y nos hace impuros. Pero hay que acercarse al Señor y como aquel hombre, con la sencillez de aquel hombre, con su humildad y su fe, decirle al Señor: “Si quieres, puedes curarme”. El querer de Dios se encuentra con nuestro querer cuando coincidimos en el amor.

La mano de Jesús sigue acariciándonos en los sacramentos. Hoy pensamos especialmente en el de la penitencia. En misa siempre empezamos reconociéndonos pecadores e implorando la misericordia de Dios, pero recordaba hace poco el Papa Francisco: “El acto penitencial concluye con la absolución del sacerdote, en la que se pide a Dios que derrame su misericordia sobre nosotros. Esta absolución no tiene el mismo valor que la del sacramento de la penitencia, pues hay pecados graves, que llamamos mortales, que sólo pueden ser perdonados con la confesión sacramental”. Muchas veces encontramos excusas para la confesión, pero hemos de reconocer que allí, aunque sea en la persona de una sacerdote, vamos a encontrarnos con Jesús misericordioso.

La lepra puede compararse al pecado mortal y necesitamos que el mismo Jesús, en el acto sacramental, nos toque y nos perdone. Aprendamos del leproso que no dudó ni del poder de Jesús ni de su misericordia. Así pudo después salir de su aislamiento e indigencia y reincorporarse a la vida social y religiosa.

También a nosotros la vida de la gracia nos saca de la soledad y nos lleva a poder participar con los demás con mayor alegría, porque nos abre a los vínculos del amor por el que nuestra relación con el prójimo queda unida con una fuerza nueva. La amistad con Dios que Jesús nos ofrece es también una oportunidad para vivir de una manera más intensa con los que nos rodean. De la relación con el Señor nace también el deseo de querer mejor a los que nos rodean.

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a reconocer nuestras faltas y nos dé la confianza para acercarnos a su Hijo Jesús para, arrepentidos, acogernos a su misericordia.