Lunes 15-1-2018 (Mc 2,18-22)

 

«Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan. ¿Por qué los tuyos no?». El ayuno, es decir, privarse de algún bien superfluo o necesario (como es la comida), forma parte de la Ley que Dios mismo reveló en la Antigua Alianza. La Ley antigua establecía que antes de las fiestas litúrgicas y de las celebraciones importantes los israelitas debían guardar un ayuno para prepararse bien, desapegando el corazón de los bienes materiales caducos y disponiéndolo para recibir con pureza y humildad la bendición del Señor. En ese sentido, el ayuno, querido por Dios, fue siempre una práctica propia del judío justo y piadoso. Sin embargo, sucede muchas veces que una acción buena que debería agradar a Dios se convierte en una mala que nos aparta de Él por las torcidas intenciones de nuestro corazón. Así les pasó a los fariseos, cuando su ayuno les llevó no a una mayor pureza y humildad, sino a situarse por encima de todos aquellos que no vivían según sus enseñanzas. Toda acción, por buena y aparente que sea, si nos lleva a juzgar y a criticar a los demás, es seguro que no es querida por Dios que dijo: «No juzguéis y no seréis juzgados».

 

«Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día sí que ayunarán». Cristo, con su venida, llevó a plenitud y renovó la Ley antigua, refiriéndola a él mismo. Por eso, también nos enseña en este pasaje el verdadero sentido del ayuno cristiano, tal y como lo ha establecido y vivido la tradición de la Iglesia, por ejemplo, en el ayuno eucarístico o en la Cuaresma. Los cristianos debemos ayunar porque, mientras peregrinamos en esta vida, estamos lejos del Señor y caminamos hacia Él. Para que no olvidemos la grandeza de nuestra meta y no nos apeguemos a las cosas materiales y perecederas, es bueno en ocasiones renunciar y privarse de algunos de estos bienes. Así tendremos nuestra alegría y esperanza sólo en los bienes del cielo, no en las riquezas o la fama, la comida o la bebida, el poder o el placer… Jesús nos enseña con el ayuno a dejar de lado lo que nos despista y centrarnos en lo importante. Él quiere que con el ayuno y la renuncia, vividos en las pequeñas cosas ordinarias de cada día, nos preparemos para el encuentro gozoso con el Esposo, que sucederá al final de nuestra vida.

 

«A vino nuevo, odres nuevos». En la cuestión del ayuno, como en otras muchas, Cristo nos muestra aquí que ha venido a hacer nuevas todas las cosas. Si nos preparamos para recibirle en nuestra vida, Él nos dará un nuevo vino: la nueva vida de la fe, la esperanza y la caridad. Además, Él nos renovará con su gracia para crear en nosotros unos nuevos odres: una nueva humanidad con un nuevo corazón en el que acoger esa vida divina que se nos da gratuitamente. Debemos estar dispuestos a abrirnos a esa novedad, renunciando a tantas cosas que nos ofrece el mundo pero que no se ajustan a las exigencias del Evangelio. Por eso, vivir hoy el ayuno supone ir contracorriente, no actuar como la mayoría de la gente que se mueve por el placer de lo inmediato y lo fácil. Así, suscitaremos a nuestro alrededor la misma admiración y las mismas preguntas que la vida y el mensaje de Jesús despertó en sus contemporáneos.