Viernes 19-1-2018 (Mc 3,13-19)

 

«Fue llamando a los que quiso, y se fueron con él». En el Evangelio de ayer contemplábamos la misión de Jesús entre las multitudes, haciendo el bien a todos los hombres. Pero para que esta oferta gratuita de salvación perdurase hasta el final de los tiempos y llegase a los cuatro extremos de la tierra, el Señor quiso instituir un grupo de doce discípulos, encargados de continuar su misma misión en el mundo. Al instituir los Doce, los invita a cada uno con una llamada particular. Esto es la vocación: Jesús llamó «a los que quiso». No a los mejores, ni a los más sabios o entendidos, ni a los más poderosos o influyentes, ni a los más intrépidos o capaces; llamó a los que quiso. Dios ha escogido y amado a cada persona desde toda la eternidad, la ha preparado cuidadosamente para responder a su camino, y la llama a una meta mucho más grande de lo que pudiera imaginar. Pero no por nuestros méritos, sino por su gracia; pues Él no elige a los capaces, sino que capacita a los que elige. La Iglesia nos enseña, con el Concilio Vaticano II, que todos los cristianos tenemos una vocación específica a la santidad; cada uno, según un camino concreto que Dios nos muestra. ¿Quizás Dios me llama también a mí?

 

«A los doce los hizo sus compañeros, para enviarlos a predicar». ¿Para qué llamó Jesús a los Doce? El evangelista nos dice que por un doble motivo: para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar. Primero, «para estar con Él». El Señor llama a cada uno a una nueva intimidad y amistad con Él que va creciendo poco a poco. Por eso, la vocación se cultiva en el trato personal y asiduo con Dios en la oración, donde se aprende a vivir centrados en Jesús, sólo y todo para Él. De ese modo, la vida adquiere un nuevo horizonte insospechado: ser el mismo Cristo para los demás. Así pudo decir san Pablo: «Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí». Pero el llamado existe sólo para la misión, «para enviarlos a predicar». El apóstol ­­–y todo cristiano lo es por el Bautismo-, tiene la misma misión que Jesús y debe prepararle el camino en el corazón de los hombres. El apóstol no se anuncia a sí mismo, sino que la razón de su vida es anunciar el Evangelio de Jesucristo. Quien ha conocido el fuego del Amor de Dios, no puede menos que encender todos los caminos del mundo. San Agustín exclamaba: «¡Es imposible conocerte y no amarte, amarte y no seguirte!».

 

«Así constituyó el grupo de los Doce: Pedro, Santiago, Juan, Andrés, Felipe…». Se nos da una lista de doce nombres. Nombres concretos, corrientes, reales. Los apóstoles fueron de carne y hueso, como tú y como yo; no provenían de otro planeta. Algunos eran rudos pescadores, otros publicanos colaboracionistas o violentos zelotes antirromanos; se mostraron incrédulos, temerosos, fanfarrones y desearon llegar al primer puesto; todos fueron torpes y duros para entender el mensaje de Jesús y, en la hora de la prueba, le traicionaron, negaron o abandonaron. En definitiva, eran hombres como nosotros. Y el Señor les eligió así, hombres corrientes, con sus grandezas y debilidades. Nosotros haríamos muy bien en añadir nuestro nombre al final de la lista, pues hemos sido también, como ellos, elegidos y llamados por Jesús.