La lectura continuada del primer libro de los Reyes nos descubre a un rey Salomón en el pleno esplendor de su reinado, una gloria que el Señor le regaló en virtud de los méritos de su padre, el rey David, y que pervivió en su persona mientras fue fiel al Señor. Lo vemos en sus palabras, en cómo reconoce la omnipotencia de Dios, de ese Dios de Israel como no hay otro ni arriba en el cielo ni abajo en la tierra; un Dios fiel a la alianza y que se abaja de tal modo que, ante la sana incredulidad del rey, es capaz de habitar en la tierra. Y el Señor vivía realmente en su templo, hecho de oro y metales preciosos, pero sobre todo en el templo que somos cada persona que vive con el rostro postrado hacia Él. De ahí nace la petición de súplica y de perdón que Salomón expresa y que el salmo 83 canta: Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.

Por eso es fundamental vivir con un corazón agradecido y pedigüeño, pues Jesús nos ha dicho en el Evangelio que a quien pida se le dará. Sin embargo, tantas veces nos olvidamos de lo bueno que ha sido, es y será el Señor con nosotros… y entonces llegan los desánimos –a veces legítimos, pero con la gracia siempre se superan- y el no entender. Pero es normal: si no miramos a quien da respuesta a nuestros anhelos, jamás los podremos colmar. Por eso, pidamos a Dios que nos escuche desde la contemplación de las maravillas que ha obrado en nuestra vida concreta. No es cristiana una vida desagradecida, no es cristiano vivir desde lo que no se tiene o se ha tenido; más bien, lo que es propio del cristiano es descubrir un motivo de acción de gracias en todo aquello que el Señor ha previsto o ha permitido para nuestra vida: ¡Él escribe recto con renglones torcidos!