El otro día le comentaba una amiga a mi Madre que cree que no tiene fe. Mi Madre se escandalizó y le respondió que porque lo decía, si toda su vida ha ido a Misa y han estado cerca de la Iglesia. Ella añadió que no sabía porque. Es una persona que no falta ningún mes a la cita con la imagen de Jesús de Medinacelli y sigue otras muchas costumbres debocionales que cumple a rajatabla.

 

Curiosamente, esta persona nunca ha cuidado su formación en la fe, ni la comparte en comunidad, ni lee la Biblia, ni dedica un tiempo al sosiego de la oración habitualmente, sino a rezos y mecanismos humanos para conseguir algo. Es parecido a lo que le pasaba a los fariseos en tiempos de Jesús. No me extraña que discutieran con el Señor y le exigieran un signo para creerle. La falta de fe y de profundidad espiritual les llevó a no encontrarse con Jesucristo, aunque le tuvieran delante. Este es el problema de muchos bautizados y de tradición cristiana familiar. Como también, de los que están buscando todos los días «signos» tangibles y milagrosos en supuestas apariciones y videntes por todo el mundo. La falta de una experiencia personal de encuentro con Jesucristo, por diversos motivos, les lleva al alejamiento, enfriamiento y abandono de la fe cristiana, aunque algunos militen en un fundamentalismo radical y recalcitrante.

 

Jesús no les dio ningún signo porque no buscaban a Dios, ni le escuchaban, ni tenían intención de encontrarle. Dios quiere que le encontremos y nosotros tenemos que esforzarnos en buscarle de corazón, porque nos va la vida en ello. No es fácil y muchas veces podemos estar muy perdidos o muy heridos. Pero, como nos dice el apóstol en la primera lectura considerad, hermanos míos, un gran gozo cuando os veáis rodeados de toda clase de pruebas, sabiendo que la autenticidad de vuestra fe produce paciencia. Vivir una fe auténtica porque queremos encontrarnos con el Señor, estar con Él, seguirle solo a Él, confiados de que esto es lo mejor de nuestra vida.

 

En esta Cuaresma caminamos de nuevo para purificar nuestra fe, para que el Señor la aumente, para dejarnos curar por Él, y así reconocer, Señor, que tus mandamientos son justos, que con razón me hiciste sufrir. Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo. Este es el «signo» que esperamos y en el que nosotros somos parte activa.