Lo más inquietante de la “parábola del último día” que nos cuenta el Señor en el Evangelio de hoy, son las preguntas de los oyentes, ¿cuándo te vimos sediento o desnudo, o…? Parece que el ser humano pasa por la vida creyendo que lo divino vive en ciudad ajena, como si existiera nuestro mundo, tan vulgar y lleno de cosas habituales, y más allá un mundo divino, lejos de nuestros barrios. Es nuestra pregunta frecuente, ¿dónde estás que no se te ve? Y el Señor, en vez de dar una dirección en las afueras, a la que habría que ir tras mucho atasco y obstáculos, dice que vive en nuestra propia casa, en el hijo con el examen que le aterroriza, y en el abuelo que sólo pide que no le dejen sin conversación antes de irse a dormir. Dios se ha metido en la piel de quien sufre una rotura de cadera y en el alma de quien suda porque intuye que se muere. No hay que irse más lejos para reconocerle.

Un amigo sacerdote me dio el otro día, así durante un desayuno informal, una clave de interpretación sobre nuestra manera de hablar de Dios. Ya sabemos que a San Juan de la Cruz le aturdía tanta palabrería en boca ajena sobre el Señor. Lo dejó escrito en verso cuando aludía a quienes le llagaban y le dejaban muriendo cuando pronunciaban “un no sé qué que quedan balbuciendo” sobre Dios. Cuántas veces hemos dicho a una persona que sufre, “no te preocupes, Dios te ama” y, si aún no nos ha pegado un bofetón, seguro que nos habrá preguntado, «¿a sí, y eso cómo lo sé si tengo cáncer de páncreas y cada minuto me estoy muriendo?«. Este es el fruto de ponerse a hacer propaganda de Dios en vez de señalar dónde se encuentra. Pues como decía, el otro día un amigo cura me soltó “más que decirle a una persona que Dios le ama, habría que decirle, mira cómo me entrego a ti, así podrás entender un poquito del infinito amor de Dios”. Me encantó, es una frase literalmente raptada a la propuesta de los santos, que no se dedican a repartir afiches de colores con lindas frases, sino pedazos de vida propia.

Ahora todo se nos ha puesto del revés, hay que dar de comer a Dios y vestirlo, y ponerse a su lado para ayudarle a andar, y no olvidar de procurarle risas, que es la gran cualidad de los humanos. Dios sabe cuando se le malmira y se le atiende sin amor. Eso le provoca una tristeza infinita que se la guarda en el alma. Sabe cuando vamos a verle sólo de visita y bien poco nos importa. En su habitación de hospital Dios tiene el oído fino, aunque exteriormente parezca que el Parkinson le tiene distraído y maltrecho, pero sabe cuando nos hemos puesto de verdad cerca de Él.