Santos: Francisca Romana, religiosa; Paciano, Benito, Gregorio Niseno, obispos; Catalina de Bolonia, virgen; Domingo Savio, confesor; Quirino, Cándido, Cirión, Vidal, Urpasiano, mártires

Uno de los santos más jóvenes; cuando lo canonizaron era el farolillo rojo, el más benjamín de todos; solo tenía 15 años y llevaba acumulado tal montón de obras virtuosas que, después de conocido su minucioso proceso de canonización, no se dudó en proclamarlo como ejemplo para la Cristiandad.

Nació en Riva de Chieri, provincia de Turín (Italia), el 2 de abril de 1842 y, sin que fuera una premonición, lo bautizaron ese mismo día, cosa bastante frecuente en su época y mucho más laudable que la del retraso inoportuno que priva injustamente a la criatura nacida del don de la gracia santificante y de la inhabitación del Espíritu Santo.

Hijo de Pedro el herrero y de Brígida la costurera.

A los cinco años ayudaba a misa –entonces las respuestas eran en latín y se precisaba una mínima estatura y fuerzas físicas para poder superar el obstáculo de llegar al altar y tomar a pulso el pesado atril con el aún más pesado libro de misa que leía el sacerdote–; y a los siete se le admitió a la Comunión primera que no necesitaba tanta parafernalia como la que se le ha empalmado hoy.

No puede pensarse con ligereza aquello de la buena preparación que ose justificar otro de los retrasos tan neciamente hoy aplaudidos. Sus propósitos del día de la primera Comunión fueron: «primero, me confesaré con frecuencia y comulgaré todas las veces que me lo permita el confesor; segundo, santificaré los días de fiesta; tercero, mis amigos serán Jesús y María; cuarto, antes morir que pecar».

Con doce años conoció a Don Bosco y este encuentro fue decisivo en los planes de la Providencia para que en poquísimo tiempo diera el do de pecho en la escala de la santidad. Vio el experimentado santo turinés en aquel muchacho una buena tela para hacer un traje a Jesús, y así lo dijo en voz alta. El chico le respondió: «De acuerdo; yo soy la tela y usted el sastre; hagamos ese traje». Y bien que salió.

Negocios del cielo. Nada extraordinario. Fácil, y más que fácil. Cuando el chico pensó en penitencias y ayunos, que era lo que había escuchado que hacían los santos venerados por la piedad cristiana, su amigo mayor y director lo descalificó diciéndole que «la esencia de la santidad está en hacer la voluntad de Dios y en servirle con santa alegría». Primera lección bien aprendida: se trataba solo de convertir lo necesario en virtud voluntaria. No había que hacer nada especial: cumplir la obligación diaria, preocuparse de acercar a Dios a los demás y ser ejemplar en el ambiente en que se vive; eso sí, hacer lo que se hace por amor a Jesucristo.

Como tenía su genio, debió aprender a perdonar los arañazos y empujones de los compañeros y hasta sus bofetadas, que de todo había; necesitó poner más empeño tanto en el estudio como en la piedad; no era tan fácil dedicar parte del tiempo libre a ocuparse de las necesidades de los demás. Y tuvo sus crisis, que solucionó Don Bosco animándole a «perseverar en el cumplimiento de los deberes». Con ese empeño se hizo catequista de los que sabían menos que él, dio sus guantes en aquel invierno tan crudo a pesar de tener sabañones, medió entre peleones, rompió revistas sucias, corrigió sin respeto humano malas lenguas, ayudó en estudios y trabajos a los colegas, y llegó a comentar de él Don Bosco que, entre deporte y deporte y cantando en el coro, «llevaba con su sonrisa en los recreos más chicos al confesonario que los predicadores con sus sermones». Esa preocupación de servir a los demás la demostró abundantemente en la ayuda prestada a los apestados durante la epidemia de cólera morbo que azotó a la ciudad.

¿Devociones? A Jesús Sacramentado y a la Virgen Santísima; siempre unidos. De ahí sacaba el buen humor y la fuerza para no ser el repelente autoengreído con aires de mayor que se dedica a dar lecciones a los iguales; las escapadas al Sagrario y el deseo de agradar a la dulce Madre y Señora –en aquellos días se preparaba la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción– le proporcionaban el clima de naturalidad y simpatía si llamaba la atención con delicadeza, o si había que dar la cara por los amigos hasta estar dispuesto a sufrir el castigo que otro merecía.

Algún carisma o gracia especial tuvo. Un día se extasió después de la comunión; estuvo suspendido en el aire hasta la hora de comer; cuando lo despertó Don Bosco, preguntó si ya había terminado la misa.

La enfermedad se presentó rápida e hizo su labor. La eminencia médica que lo trataba hizo lo que pudo, pero no fue mucho. En la enfermería ayudó al enfermero en su trabajo con los demás enfermos, pero su pulmonía no mejoraba. Supo que no llegaría a ser sacerdote, como quería. Pidió los sacramentos, los recibió, dijo que la Virgen venía a por él y se murió. Fue el día 9 de marzo de 1857.

Lo canonizó Pío XII en junio del 1954.

¡A ver si la gente chica se decide algo más a imitarle!