Hoy los sacerdotes vamos de rosita. Me metía mucho con mis hermanas por ese color, que a ellas les encantaba. Y ahora, vaya tesitura: me muero de vergüenza, pero salgo a Misa. Celebramos el domingo “laetare”, que debe su nombre a la antífona de entrada en latín: “Laetare, Ierúsalem, et comvéntum fácite, omnes quei diígitis eam”. “Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis de sus pechos y os saciaréis de sus consuelos”.

La proximidad de nuestra liberación por el paso del Señor, la “Pascua” de Dios, el paso liberador de Cristo de la muerte a la vida, nos llena de alegría y esperanza en medio de la austeridad cuaresmal, símbolo de nuestra lejanía de Dios y la necesidad de salvación y purificación que tenemos.

El pueblo de Israel, aniquilado por sus abominaciones y desterrado a Babilonia, se llena de alegría por el mandato de Ciro de volver a levantar Jerusalén y dar culto al Dios vivo. San Pablo nos habla del don de la fe. El Padre nos ha regalado a su Hijo como don para toda la humanidad: ese don, que es una Persona, la recibimos con fe.

Jesús es el don del Padre, y acogerle con fe es la respuesta más apropiada. Es el mandato del Padre en la transfiguración del monte Tabor: “Este es mi Hijo amado, ¡escuchadle!”. Y también es el deseo del mismo Cristo: que creamos en Él para tener vida eterna. El evangelio de hoy es la apología que hace Jesús de su propia vida, revelando a Nicodemo su naturaleza divina y su mesiandad. Se declara Hijo de Dios; se declara enviado por el Padre; se declara redentor y juez, pero no juez terrible sino misericordioso, dador de vida eterna; se declara estandarte para sanar a todos.

El elenco de afirmaciones que hace Jesús de sí mismo es largo y muy trascendente. ¡Qué suerte tuvo Nicodemo! Vaya conversación más profunda, y al mismo tiempo tan cordial, tan afable, tan llena de normalidad, como acostumbraba el Maestro. Fue como una viligia de oración, de noche. Y allí, en el diálogo con Jesús, brotaron para Nicodemo las intimidades del Salvador. Fue como un rato de oración maravilloso, donde el Señor percibe en el fariseo una gran disposición de escucha y una gran rectitud. Entonces abre las puertas y deja que el experto en la ley y los profetas guste de la presencia del Mesías prometido y anunciado. Algo insospechado e inaudito, pero que le haría pensar mucho a Nicodemo.

Hoy recomiendo vivamente la lectura de Cartas de Nicodemo, de Jan Dobraczynsky. Un clásico en la novela espiritual.

¡Alegre domingo a los 13.000 lectores! Sí, esa es la media de lectores de este comentario de la diócesis de Madrid. Hoy ofreceré la Misa por todos vosotros, especialmente por quien más lo necesite. ¡Pero no os riáis al verme vestido de rosita!

Por supuesto, también rezaré —y espero que os unáis— por las víctimas del atentado de 2004 en Madrid, el peor en la historia moderna de España. D.E.P.