Santos: Raimundo de Fitero, Sisebuto, Adyuto, Probo abades; Longinos, Aristóbulo, Menigno, Nicandro, Matrona o Madrona, Leocricia, mártires; Zacarías, papa; Clemente María Hofbauer, confesor; Especioso, monje; Luisa de Marillac, fundadora.

Así parece que se llamó el centurión de turno al que se le encargó todo lo referente a la crucifixión de Jesucristo.

Toda la leyenda en torno a su persona, retocada y cargada de afirmaciones tan incomprobables como fantasiosas, parece que tiene su origen en los relatos de Simeón Metafraste. Hacen caer sobre Longinos las mayores y más anacrónicas afirmaciones, siempre con afán ejemplarizante, y mirando una retorcida simbología que intenta resaltar lo extraordinario en su ordinaria misión –consistente en crucificar y ratificar la muerte de los condenados antes de bajarlos de sus cruces–, jugando con los acontecimientos que están en torno al Calvario.

Así describen a este excepcional testigo de la crucifixión como un hombre terriblemente impresionado por la fortaleza y serenidad del Señor ante el terrible suplicio de la cruz, por más que fuera por oficio un hombre acostumbrado a ver las distintas reacciones de sus semejantes ante la muerte próxima y cierta. Supo reconocer en Jesús lo excepcional de su personalidad y lo afirmó en voz alta, como lo testifica el evangelista Lucas: «Verdaderamente, este hombre era justo».

Poco antes había escuchado la entrega de Jesús al Padre y la oración por sus verdugos. A la profesión de fe de Longinos le ayudaron los fenómenos físicos que acompañaron a la muerte del Redentor; vio la preparatoria negrura del cielo, sintió el terremoto que hizo saltar las piedras en pedazos, contempló el firmamento abierto por los rayos. Algo más tarde le llegó el rumor que iba y venía afirmando que habían resucitado muertos y que se habían dejado ver por Jerusalén. A él le tocó cumplir con su trabajo de ratificar la muerte de los ajusticiados y por ello metió su lanza en el costado de aquel hombre que sabía ya muerto, mientras sus hombres quebraban las piernas de los otros compañeros de suplicio que aún estaban vivos.

Con otros pocos militares tuvo que ocuparse de custodiar la sepultura de aquel extraño crucificado. La mañana de la resurrección no hacían nada especial ni él ni sus soldados, pero, cuando aquella piedra del sepulcro se movió de repente sin mano ni palanca, quedaron desconcertados y así se lo contaron a los sacerdotes. No le convenció el artificioso argumento de ellos para ocultar el misterioso hecho y por nobleza se negó a aceptar el dinero que le ofrecieron para comprar su silencio.

El relato sobre Longinos ensalza su figura hasta el extremo de afirmar que abandonó la milicia, marchó a Capadocia y allí se convirtió en predicador de Cristo resucitado.

Más extravagantes, carentes de sentido, rematadamente gratuitas e improbables nos parecen aún otras versiones sobre Longinos como la que afirma que estaba perdiendo vista y unas gotas de la sangre salida del corazón de Cristo le hicieron ver de nuevo con mirada clara, o la que asegura por las insidias de los sacerdotes le cortaron la lengua sin que por eso dejara de hablar, o que sufrió martirio por hablar de Jesús, o que la sangre que recogió en el Calvario en una ampolleta sirviera para curar de repente al hijo de una pobre viuda.

Bien pudo ser el mismo soldado el que interviniera en todos los momentos de la ejecución y sepultura de aquel reo, pero no deja de ser una afirmación gratuita por rebasar el relato histórico del Evangelio, que no lo afirma. Siempre quedará la duda de si se llamaba Longinos de verdad, o si este nombre no es más que la personalización de una función, por la etimología de lanza en griego.