Hoy, en todas las iglesias católicas del mundo escucharemos el relato de la Pasión de Cristo. Relato estremecedor que tendríamos que leer y releer en casa varias veces, dejando que cale en el corazón. Es el comienzo de la Semana Santa, de estos días para prepararnos a los días del Triduo Pascual en los que celebraremos la Pasión, muerte y resurrección de Cristo. Tal vez la cuaresma ha pasado y casi no nos hemos enterado, quedan todavía unos días y la conversión puede llegar en un instante.

“El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás.” Estas palabras referidas a Cristo también pueden referirse a nosotros. La semana santa es la semana de la valentía. Podemos volver el rostro y mirar hacia otro lado, pero son los días de mirar a Cristo en la cruz. Son los días de comprender que el despreciado, el que era gusano que no hombre, ha sido enaltecido. Es tiempo de mirar nuestro pecado, causa de la Pasión y es tiempo de mirar de frente a la misericordia que se nos presenta en la resurrección. Es el tiempo de Cristo y, por lo tanto, es nuestro tiempo que somos su cuerpo.

Tal vez muchas cosas nos despisten de lo fundamental, pero tenemos que recordar una y otra vez a tratar a Cristo “de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.”

En lo central, en torno al cual gira esta semana que no somos nosotros sino el Señor. Jesús está ahí, en la custodia, hablando silenciosamente a los corazones de los presentes. Hoy saldrán muchas imágenes de nuestro Señor en su entrada triunfal en Jerusalén y nos recordarán que Dios sigue hablando, sigue entrando en nuestra vida. Tal vez hagamos mucha fiesta -como en las primeras comuniones-, pero no estemos dispuestos a estar a su lado cuando camina hacia el calvario.

Siete días para la gran noticia de la Pascua. Tendremos que pasar por la cruz, pero no como un tormento que hay que tragarse, sino como un paso que nos lleva a descubrir lo que de verdad perdura y vale la pena. Dejaremos nuestras miserias en los hombros de Cristo, el carga con ellas. Tal vez te pida que seas su Cireneo, no lo rechaces. Lo que seguro que te sugiere es que estés junto a su madre, al lado de la cruz, sin asco y sin miedo. Junto a la cruz… junto a la luz. Comenzamos…