Jueves 5-4-2018, Octava de Pascua (Lc 24,35-48)

«Se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: “Paz a vosotros”». Si seguimos los relatos evangélicos del domingo de Pascua, nos pueden sorprender por sus aparentes contradicciones, por sus repeticiones de acontecimientos o por su lenguaje tan oscuro. Parecería que los escritores sagrados no son capaces de expresar exactamente lo que sucedió en aquel día. Ciertamente, el día de la Resurrección de Cristo fue una jornada intensa en emociones, idas y venidas al sepulcro, miedos y alegrías, encuentros… En las últimas horas de la tarde, el Cenáculo, donde estaban reunidos los apóstoles con las puertas cerradas por miedo a los judíos, abundó en historias. Todos venían a contar lo que les había pasado. Pero Jesucristo no quiere que sus apóstoles crean por lo que otros han contado. Él sabe que necesitan un encuentro directo, personal, inesperado, para confirmarles en la fe y lanzarles a la misión. Así también nosotros, como ellos, no podemos creer por lo que otros dicen y cuentan, sino que tenemos que experimentar en primera persona la fuerza de Jesús resucitado. Como le gustaba repetir a san Juan Pablo II, debemos abrir de par en par las puertas de nuestro corazón a Cristo vivo y presente. Así Él entrará en nuestra habitación y nos dará su paz, que es el gran don del resucitado a los hombres.

«Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». Debemos reconocer que, hoy en día, la fe en la en la inmortalidad del alma y en la resurrección de los muertos no está de moda. En los pésames se prefieren fórmulas laicas y neutras, como “él pervive en nuestro recuerdo”, “allí donde quiera que ella esté”, “el amor que nos demostró dura en el tiempo”… Pero hoy Jesús nos habla de una Resurrección real, física, de carne y hueso. Jesús no pervivió en el recuerdo de sus amigos y allegados. Jesús, muerto verdaderamente en la Cruz, verdaderamente sepultado en una tumba, a los tres días resucitó verdaderamente volviendo de nuevo a la vida para ya no morir jamás. Él no es un fantasma, una imagen o un sentimiento del corazón. Él es el mismo Crucificado en persona. Tanto interés tenía en dejar esto claro a sus discípulos que les enseñó sus manos y pies traspasados, e incluso comió un trozo de pescado delante de ellos. Jesús es ahora tan real como tú y como yo.

«Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». A pesar del realismo de las apariciones del resucitado, muchos de los discípulos seguían sin creen y se encontraban atónitos por la alegría. Para creer no bastan muchos signos, sino la fuerza del Espíritu que nos hace comprender lo que antes nos estaba velado. La fe nos hace quitarnos las escamas que ciegan nuestros ojos, de modo que descubrimos algo que, en el fondo, es más que evidente. Pero sólo si Jesús nos abre la mente podremos llegar a entender qué significa el acontecimiento central de nuestra fe, la Resurrección de Cristo. Sólo así conoceremos nuestra esperanza, nuestra propia resurrección con nuestra carne y nuestros huesos, como la de Cristo. No perviviremos en el recuerdo de los demás, sino que viviremos con la Trinidad y los santos, con nuestro cuerpo, para siempre.