Domingo 8-4-2018, II de Pascua (Jn 20,19-31)

«Tomás les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”». El incrédulo apóstol Tomás es el indiscutible protagonista del Evangelio de este día. Él no estuvo con sus demás compañeros en la tarde de la Resurrección, cuando Jesús se les apareció en el Cenáculo mostrándoles las manos y los pies llagados. Y, ante el testimonio de sus amigos: «hemos visto al Señor», manifestó su incredulidad: «si no veo, no lo creo». Cuánta gente exige esto mismo. Incluso nosotros, seguro que muchas veces hemos pedido signos y manifestaciones visibles para acrecentar nuestra fe. Pensamos que el testimonio de otros es demasiado débil y falible como para prestarle nuestra confianza. Pensamos, en el fondo, que tenemos el derecho a rechazar todo aquello que no hemos visto con nuestros propios ojos y tocado con nuestras propias manos. Pero, ¿quién ha estado en la luna para poder decir que existe de verdad? ¿Quién ha probado por sí mismo las leyes fundamentales de la física que aprendemos en el colegio sin rechistar? ¿Quién puede demostrar el amor de una madre por su hijo? Si nos damos cuenta, las cosas importantes de nuestra vida –las que de verdad cuentan–, las hemos aprendido porque otros nos las han dicho. «Si no veo, no lo creo»… es humanamente imposible vivir así.

«Dijo Jesús a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”». Ni siquiera la cerrada y ciega incredulidad de Tomás es obstáculo para la actuación del Señor. El apóstol pedía un signo, y el Señor le concedió aquello que pedía: ver para creer. Los hombres no vivimos de ideas; somos de carne y hueso. Necesitamos tocar, ver, sentir, experimentar, gustar… Dios sabe muy bien cómo nos ha creado, y sabe que necesitamos constantemente pruebas visibles de su amor y providencia. Y a Él no le importa concedérnoslas. A veces podemos pensar que no somos como Tomás, que somos de aquellos que creen sin haber visto. Pero, ¿de verdad que no has visto nunca un signo del amor Dios? Cada día tenemos la posibilidad de tocar las llagas de Cristo, de meter la mano en su costado: le tocamos en los sacramentos (en especial en la Eucaristía y en la confesión), en el prójimo necesitado, le contemplamos padeciendo en las cruces de nuestras calles e iglesias, experimentamos su misericordia en infinidad de detalles del día a día. Tendríamos que quedarnos ciegos para no ver como Tomás a Cristo delante de nosotros que extiende su mano misericordiosa y nos muestra las señales eternas de su Pasión.

«Contestó Tomás: “Señor mío y Dios mío”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”». Tomás ve y, porque ve, cree. Sin embargo, la fe le lleva al apóstol a realizar una de las confesiones más auténticas de todo el Evangelio: ¡Tú eres mi Señor y mi Dios! En el fondo, Jesús le ha dado la vuelta al argumento del incrédulo Tomás. Éste vio una mano llagada y un costado abierto, pero su confesión fue mucho más allá de las que habían hecho hasta entonces los demás apóstoles. Reconoció a este hombre muerto y resucitado como su Dios. La fe le hizo ver lo que otros no veían. Así, si Tomás pidió ver para creer, en esa tarde de domingo descubrió que precisamente sólo el que cree, ve de verdad. Este es el sentido de una de las bienaventuranzas más impresionantes pronunciadas por el Salvador: «Dichosos los que crean sin haber visto». Sólo el hombre de fe es capaz de penetrar en la realidad de un modo mucho más profundo, y más verdadero, de lo que ven los demás hombres. Sólo el que cree ve a Cristo vivo y presente, Dios-con-nosotros hasta el final de los tiempos.