Nuestra Señora de Montserrat. Santos: Pedro Armengol, confesor; Zita, santa Patrona del servicio doméstico; Tertuliano, Antimo, Teófilo, Juan, obispos; Anastasio II, papa; Cástor, Esteban, mártires; Zósimo, monje; Teodoro, Juan, abades.

La escena está situada en el entorno social de la Tarragona de los tiempos de Jaime I (1208-1276), rey que se ganó a pulso el glorioso apodo de Conquistador, como le llaman los cronistas. En sus territorios salió un muchacho producto de la cultura de la época; menos mal que no quedaron sus días en el bandidaje de la sierra que le daba fama y gloria, sino que por otros caminos llegó a la santidad cuando el Señor le tocó el alma.

Pedro Armengol nació en el año 1238, en Guardia de Prats, tras las murallas del castillo Montblanch, residencia habitual de los descendientes de los condes de Urgel; era el mismo año que tuvo lugar la conquista de Valencia.

Se puede decir que los nobles no se sentían demasiado sujetos a leyes, más bien ellas se identificaban con su voluntad o dimanaban de su capricho. Es cierto que se podrán contar algunas honrosas excepciones, pero son las menos; lo que abundaba entre la nobleza era el carácter altivo e insolente de quienes se consideraban dueños de la tierra que labraban los criados; y además, no era infrecuente pasar del dominio de la tierra al de las casas e incluso de sus moradores. Los detentores del poder, del honor y del rango no tenían –o al menos no conocían– barreras, llegando a considerarse dueños de vidas y haciendas. Gozaban en pasar su tiempo en el continuo ejercicio de las armas, en el adiestramiento para la pelea donde residía el poder y mando, concertaban justas y, para no aburrirse, recurrían al arte de la caza.

Así creció Pedro Armengol y así le fue.

No había día sin reyerta, ni mujer que tuviera otro dueño; lo propio de Pedro era el desenfreno. Adornado con todos los derechos sin ningún compromiso de deber, se consideró muy por encima del común de los hombres y mujeres que le rodeaban y le servían como siervos. La ambición, la gloria, el poder y el deseo de mando es lo único que le preocupa y desea porque le da prestancia y nombre entre sus amigos. Su hambre y sed de hazañas y heroicidades lo va haciendo cada vez más altanero hasta constituirse capitán o jefe de bandidos que saquean, roban, incendian y matan cuando alguien se resiste a sus deseos. Solo con veinte años es un demonio enérgico y cruel que tiene sus manos cargadas de tropelías y en su cabeza nacían planes cada vez más amplios de aventuras y desenfreno.

El rey Jaime quiere la pacificación de su reino y decide tomar las medidas oportunas. Una prudente razón de gobierno, porque hace falta estabilizar las fronteras ya que persisten las reivindicaciones francesas cuyos monarcas pretenden imponer feudo sobre Cataluña como herencia de los carolingios. Encomienda esta tarea al fiel Arnoldo, que es hombre de su plena confianza; el noble designado es el padre de Pedro que ahora se debate entre la alegría por gozar de la confianza del soberano y la triste intuición de tener que habérselas con las tropelías de su hijo Pedro, ya que tiene sospechas fundadas de que los desmanes que corren por el reino bien pudieran estar unidos a la persona de su heredero, desaparecido no hace mucho de la casa paterna con la excusa de nobles aventuras. Fiel a su cometido, Arnoldo persigue y acorrala al grupo de salteadores que, en noble lid cae en sus manos. Sí, es su hijo quien queda desenmascarado entre episodios de vergüenza; ahora aparece su verdadera imagen: un hombre sin honra.

Y este fue también el comienzo de su conversión.

Tenido conocimiento de la existencia de la recientemente fundada Orden Mercedaria, que es una mezcla de monjes y caballeros, y que tiene por fin la digna y noble empresa de liberar cautivos, decide Pedro quemar el resto de sus días en el servicio del bien. Vistió el hábito blanco y encontró su sitio después de haber visto la luz. La sorpresa de quienes antes le conocieron tiempo atrás no tiene límites: El antiguo salteador y bandido es ahora predicador del bien evangélico, del perdón, de la Virgen de la Merced y de los gestos de caridad cristiana que deben notarse en el desprendimiento de limosnas para recaudar fondos y en el pensamiento elevado a Dios por los pobres que sufren cautiverio. Hace idas y venidas frecuentes a África para pagar rescates de cautivos y también llegó a conocer voluntariamente la mazmorra con su hediondez fétida, cuando se quedó como rehén a cambio de la liberación de unos niños.

En Bugía, la pequeña Meca, le colgaron en la horca. Esto no era extraordinario; sí lo fue el hecho de estar tres días en esa situación sin morir. A su regreso a la patria, solo por obediencia contará el relato de los hechos, afirmando siempre con humildad agradecida que aquellos fueron favor de Santa María. Probablemente, la horca le dejó como secuela su ya permanente palidez extrema y el gesto habitual de lo torcido de su cuello.

La Orden Mercedaria cuenta con el popularísimo y venerado Pedro Armengol para presentar un modelo de heroicidad cristiana en la caridad de redimir cautivos, a pesar de que su revuelto pasado estuviera asentado sobre el lastimoso ejercicio de querer ser dueño.