El Evangelio de hoy puede parecer duro a primera vista y puede generar en nosotros algo de inquietud: todo aquel que no dé fruto, fuera.
Y esto pasa, sobre todo, porque muchas veces sentimos que nuestra vida no da fruto. Esta es una experiencia muy cotidiana, y más en estos tiempos en que nosotros, viviendo de la fe e intentando inculársela a amigos, hermanos, esposos, nietos, etc., vemos cómo no terminan por abrazar la fe.
Pero este planteamiento parte de una premisa equivocada: el fruto del que nos habla Jesús no es el fruto meramente exterior. Absolutamente no. Más bien, lo que el Señor pone de manifiesto es que el verdadero fruto lo damos cuando manifestamos una vida junto a Él, que avanzamos en nuestra unión con Él, que Cristo pasa a ser el centro de nuestra vida, el paradigma de nuestra existencia. ¡Ese es el primer gran fruto y el que más depende de nuestra respuesta!
Obviamente, la dimensión apostólica es fundamental para el cristiano, pues el Resucitado, antes de la Ascensión, lo dejó claro: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación (Mc. 16, 15). Pero no nos engañemos: nadie puede dar lo que no tiene y el fruto no llega a ser fruto si no ha habido una semilla previa. Pues bien, esa semilla, que ya es fruto, es nuestra respuesta generosa a la voluntad de Dios, una vida a la escucha atenta y generosa de lo que el Señor nos quiera decir.
Así pues, no hay espacio a la doblez: el verdadero fruto nace de la vida de santidad, esa que muchas veces sólo Dios conoce.
Y, en este sentido, hay que destacar la necesidad de fortalecer la voluntad para poder, como dice el Evangelio, «permanecer» en Jesús. A veces, como respuesta a la herejía pelagiana, se puede tender a denostar la importancia capital que la voluntad tiene en la vida de fe. Nada más lejos de la realidad: ¡el amor son actos de la persona entera! Y, por tanto, de la inteligencia, de la voluntad y de las emociones.
Hoy es un buen día para pedir al Señor por nuestra voluntad, para que se fortalezca de tal manera que, iluminada por el conocer al Señor, nos lleve a entregarle toda nuestra vida por amor.