Nos preguntamos en numerosas ocasiones qué quiere Dios que hagamos. Cuando maduras en la fe y quieres responder a la experiencia del amor de Dios, su voluntad cobra cada vez más importancia para tu vida. La fe es cada vez más grande si crecemos en la amistad con el Señor. ¿Y como se crece en esta amistad? Haciendo la voluntad de Dios, lo que el nos manda.

En el evangelio de hoy, el Señor nos manda que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado, no de cualquier forma. ¿Es esto lo fundamental o la clave de la voluntad de Dios? Claro. Él nos ha mostrado primero este amor, que es el más grande que se puede tener: dar la vida por nosotros. Él nos ha elegido para ser sus amigos, se ha entregado y resucitado por nosotros.

Sabemos que el Señor no es el problema de las dificultades de nuestra vida, ni de lo desorientados que estamos a veces. Si no, que el problema es nuestra cobardía, nuestra falta de compromiso y nuestra dureza de corazón para amar como Dios nos ama. No queremos creernos que el Señor es el mejor amigo que tenemos y que podemos tener, y por ello no nos creemos que podemos amarnos unos a otros, que podemos compartir esta amistad transformadora y salvadora. Preferimos el enfrentamiento, el rencor, herirnos con las comparaciones, las competiciones, la envidia… el pecado que nos divide y nos aparta del mandamiento del amor.

Dios, como les indican los apóstoles a los hermanos de Antioquía, no nos pone más cargas, que ya nos las ponemos nosotros con nuestra torpeza y tozudez. Sino, que nos libera de las cargas de nuestra vida, como un amigo de verdad que está para ayudarnos, compartiendo la vida.

El amor de Jesucristo vivido es lo que hace que nuestra vida de fruto, merezca la pena, y nos acerque a los demás, a Dios. Tanto, que Jesús nos garantiza que si amamos así lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé.