Hace algunas décadas, los madrileños se citaban en la terraza del aeropuerto de Barajas, para ver despegar a los aviones, con ese encanto que tienen las partidas, las fugas de gente corriente a lugares insospechados. Ahora nadie hace caso a los despegues, que son moneda de uso frecuente. Pero no se puede olvidar la primera vez que se ve a un avión arrancar de la pista, el ruido es licencioso hasta hacerse infernal hasta que de repente, en un punto negro que las nubes se tragan, vuelve el silencio. La Ascensión a los Cielos de nuestro Señor no fue así, ni mucho menos. Sólo quería mostrarles visiblemente que había salido del Padre y a Él volvía, nada más, que el Señor sigue muy vivo entre nosotros, provocando sacudidas de fe y caridad. Y vuelvo a Fray Luis y a su verbo conmovedor, “el Señor está colgado de la aldaba de nuestro corazón repitiendo las palabras del Amado del Cantar, abre la puerta Esposa mía”.

Hay una frase que siempre me ha conmovido de la promesa que el Señor hace a los suyos antes de partir, “me voy al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”, en ese instante se acabó la línea divisoria entre los mundos de Dios y los del hombre, Dios se ha hecho de mi especie, a su mundo voy pero también aquí me lo traigo. Allí y aquí se convierten en mundos intercambiables, como los horizontes de playa en los que cae una neblina de agosto y parece que la línea del mar no termina de separar el cielo de las aguas. Así el Señor de nuestra especie, Jesucristo, ha puesto fácil el ascenso hasta el otro lado. Pero la promesa llega a más, “me voy a prepararos sitio”, ¿puede un anfitrión hablar con tanto cariño a quienes va a hospedar para siempre? No me imagino al Señor preparando un lugar parecido a la sala de espera del odontólogo, con unas cuantas revistas del corazón de hace meses desordenadas sobre una mesa, y melodías banales de hilo musical que nacen del techo. El Señor tiene preparado un sitio para nosotros, para mí, el que más conviene con los deseos del corazón. Por eso la vida es tan apasionante como lugar donde vamos construyendo nuestra casa definitiva. El desconfiado querrá casa con barrotes en las ventanas, igual que el envidioso, que protegerá sus muros para que no le perturbe el comportamiento ajeno. En cambio el generoso, el que puso a mucha gente en su corazón y daba gracias a Dios como un rey de comarca, tendrá un jardín sin muralla, con muchos rincones para la conversación de los recién llegados.

A Dios le debemos una mudanza final, cuando salgamos de este mundo por el camino más humilde, el de la cesión del territorio que parecía pertenecernos, y la cesión de los más queridos, que también parecían nuestros y sólo nuestros. Ayer lo viví tras el sacramento de la unción a una mujer de mediana edad a la que rodeaban sus hijos. Los suyos la miraban como si estuviera desintegrándose, y en cambio en ella estaba sucediendo el viaje definitivo, una ascensión al Padre, al Padre de Cristo y al suyo.

No hay otro viaje que vivir, no hay otro ascenso que seguir viviendo por toda la eternidad, que Cristo sigue a diario con la mano en la aldaba del corazón, pidiéndonos que le dejemos preparar nuestra casa definitiva.