El Apóstol Santiago nos enseña el significado de una expresión profundamente cristiana: “Si Dios quiere”. Supongo que la hemos usado millones de veces, y si no es así, es un buen día para meditarlo y añadirla a nuestro vocabulario cotidiano. Es un ejemplo práctico de sentirse muy hijos de Dios, con la conciencia clara de no ser poseedores de nuestra vida, sino administradores de un tiempo y una vida que nos es regalada cada día, por la que hemos de dar gracias y pedir a Dios la sabiduría para que tantos talentos como nos ha confiado, den fruto abundante para el reino de Dios.

Ayuda mucho para ello hacer pequeños parones interiores a lo largo de cada día para elevar el corazón a Jesús, haciéndole presente en nuestra jornada y ofreciéndole aquello que tengamos entre manos. Para eso, cada cual se pone sus trucos. Lo más habitual es contar con alguna imagen del Señor o de la Virgen (o cualquier otro santo) en nuestra casa, en nuestro puesto de trabajo, en nuestro móvil. De ese modo ejercitamos la mirada, tan importante en la relación entre personas. La mirada lleva consigo el alma, o al menos eso dicen: es el espejo del alma.

También ayuda el tacto. En mi parroquia hay tres imágenes con los pies desgastados: San Antonio, San José y el Sagrado Corazón, tres tallas de madera y una de ellas con valor artístico. A mi se me abren las carnes del destrozo en el arte que provoca la piedad popular, pero si pongo un cartel de “prohibido tocar”, seguro que se produce un parroquicicio y salimos en las noticias.

En casa también muchas personas acostumbran a tocar y a besar imágenes, o estampas que tienen. Lejos de ser una devoción de viejas, creo que tiene que ver directamente con Jesús: vivimos la religión del Verbo Encarnado, y la encarnación es tocar a Dios, sobre todo en la Comunión. Este “tacto” de Dios se proyecta también en actos piadosos que todos deberíamos fomentar. Algo que me llamó mucho la atención y que es un ejemplo muy piadoso: D. Carlos Osoro, nuestro arzobispo, antes de irse por la noche a descansar, va a la capilla, donde está Jesús Eucaristía en el sagrario, y pone la cruz pectoral (que tienen que llevar siempre todos los obispos colgada al cuello) encima del sagrario. Es poner en manos de Jesús la entrega de cada día, y un tiempo como de recarga para los jaleos de la siguiente jornada.

Ayer en el Evangelio aparecía la sencillez de los niños. Hoy, al hilo de la carta de Santiago, podríamos pedirle al Señor que tengamos también piedad de niños, pero no de ñoños. Es una gran diferencia: la ñoñería se basa en la superficialidad, ofrece una visión muy ritualista y supersticiosa de la vida cristiana, dada sobre todo a realizar actos externamente piadosos, como procesiones, besos de imágenes, y una constante expresión: “soy muy devoto de tal imagen”. Si sólo nos quedamos en eso, la piedad popular entonces se queda vacía, porque adolece de alma. Esta es la queja contra muchos cristianos: “ir a misa”, “hacer procesiones”, etc., pero luego vivir una incoherencia entre la fe y la vida.

La piedad de los niños no es ñoña: se basa en la fe y en la presencia de Dios, a quien se busca con actos externos, pero porque se disfruta de una gran intimidad con Él en el fuero interno. Los besos, los gestos, los actos piadosos se basan en una intensa relación con Jesús o la Virgen o los santos. No es sobreactuación o mero ritualismo y mucho menos superstición. El beso de una imagen de la Virgen se hace porque se quiere de veras a la Virgen, y se ama lo que la Virgen ama: un deseo de ofrecer la vida a Jesús y cumplir la voluntad del Padre. Me enternece ver al Papa en las grandes celebraciones, porque tiene la costumbre de ir a saludar a la Virgen antes de llegar a la sede para comenzar la Misa, y si la imagen está “a mano”, le da un beso; si no está a mano, se para delante y reza un poco. Ojalá imitemos ese ejemplo. A veces parece irse a otro mundo. También le pasaba a Juan Pablo II, que parecía no estar en la tierra en ciertos momentos de oración.

Esto es vivir con piedad de niños, en manos de nuestro Padre Dios, y con una constante confianza en su Providencia. Es la pobreza espiritual de la primera bienaventuranza y que hoy y mañana encontramos en la respuesta del salmo: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Por eso, hoy más que nunca, acabo diciendo: hasta mañana, si Dios quiere.