02/6/2018 – Sábado de la 8ª semana de Tiempo Ordinario.

En los Evangelios aparece dos veces el término de “autoridad” referido a Jesús, y las dos tiene que ver con su modo de hablar. En una de ellas aparece el “éxito”, si podemos llamarlo así, de la autoridad de Jesús: “Les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mt. 7, 29). En la otra, la del Evangelio de hoy, como aparente “fracaso”, porque decir la verdad no siempre, al menos al principio, procura reconocimiento de la autoridad, sino rechazo. La razón es obvia: la verdad siempre duele. Y cuando duele, siempre hay un cantamañanas que dice: “Y a ti: “¿Quién te ha dado semejante autoridad?”

La autoridad de Jesús es sólo una autoridad moral. Es decir, no la imponía en virtud de ningún título reconocido social y religiosamente, sino que la proponía libremente y muchos (o más bien algunos pocos), libremente la reconocían. Y era una autoridad que se transmitía por su modo de ser, por su modo de mirar, por su modo de hablar. En los tres modos dejaba vislumbrar al Dios verdadero, pero siempre a través del “hombre verdadero”, íntegro, veraz, valiente, sabio, bueno, incomparablemente bueno.

Puede ayudarnos a entender esto lo que dice un documento de la Iglesia sobre los medios de comunicación social, la instrucción pastoral “Ética en las comunicacioness sociales”, del año 2000, cuyo último capítulo nos habla de Jesús como el perfecto comunicador que, entre otras coas, dice: “Él nos enseñaba que la comunicación es un acto moral: De lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas; y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas. Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado (Mt 12,34-37). Criticaba severamente a quienes escandalizaran a los pequeños, y aseguraba que a quien lo hiciera era mejor que le pusieran al cuello una piedra y lo echaran al mar (Mc 9,42; cf. Mt 18,6; Lc 17,2). Era completamente sincero; un hombre de quien se podía decir que en su boca no se halló engaño; y también: al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de aquel que juzga con justicia (1 P 2,22-23). Insistía en la sinceridad y en la veracidad de los demás, al mismo tiempo que condenaba la hipocresía, la inmoralidad y cualquier forma de comunicación que fuera torcida y perversa: Sea vuestro lenguaje: Sí, sí; no, no, pues lo que pasa de aquí viene del maligno (Mt 5,37).

Valga como reflexión esta elemental pregunta: Si no hablas como piensas, acabaras pensando como hablas. ¿Quieres pensar y hablar como Jesús?