Jesucristo nos ha reconciliado con el Padre. Siendo nosotros pecadores hemos experimentado el perdón de Dios. La conciencia de haber sido redimidos nos llena de gozo. La mejor noticia que podíamos recibir es que somos amigos de Dios. Y ello a pesar de nuestras infidelidades. Cuando reconocemos nuestras faltas y acudimos a la misericordia que el Señor nos ofrece en la Iglesia, somos perdonados. ¿Cómo no estar agradecidos?

Ahora, cuando escribo agobiado por tantas preocupaciones (aunque seguramente la mayoría no serán importantes), caigo en la cuenta de este hecho fundamental para mi vida: Dios ha tenido misericordia de mí. Caer en la cuenta de esto, a pesar de mis enfados e imperfecciones de este día, es como un bálsamo para mi alma. A pesar de todo Dios me perdona. Es una de las enseñanzas insistentes del Papa Francisco: “Dios siempre está dispuesto a perdonar”. Cuanto agradezco que repita una y otra vez esta verdad que siempre ha estado presente en la Iglesia pero que con frecuencia queda oculta. Todo esto me surge a borbotones cuando leo el evangelio de este día: “ve primero a reconciliarte con tu hermano”.

Cuando rezamos el Padrenuestro unimos la petición de nuestras ofensas a la profesión de que nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido. Lo decimos cada día poco antes de la comunión. Ojalá nunca caigamos en la repetición inconsciente y rutinaria. Ojalá sea verdad que perdonamos y pedimos perdón. En el evangelio de hoy Jesús une esa reconciliación con el prójimo al hecho de poner la ofrenda ante el altar. Lo que simbolizaba el antiguo altar de los sacrificios alcanza su plena luz en el sacrificio de la Misa. Hoy mismo les preguntaba a los niños en el colegio que ponían ellos en el altar en el momento de las ofrendas. Y con la sencillez que les caracteriza decían: “nuestro corazón”. Porque Cristo nos ha reconciliado con el Padre podemos acercarnos al altar de la Eucaristía. Sería una incongruencia que el gran don que Jesús nos ha obtenido lo malbaratáramos no entregándonos a la auténtica reconciliación con los demás.

Sí, en la Misa Jesús sigue ofreciéndose por nosotros; por la reconciliación de los hombres con Dios. Y nosotros podemos unirnos a ese sacrificio. Participamos de él de una manera activa. No somos meros espectadores, sino que podemos unir nuestra pequeña ofrenda al sacrificio infinito de Cristo. Pero esa ofrenda ha de ser verdadera. De ahí que no podamos unirnos si mantenemos rotos los lazos con los demás por la dureza de nuestro corazón. ¿Cuánto necesitamos de la gracia de Dios para personar de todo corazón y desear el bien a los hermanos con los que, por diferentes motivos, podemos habernos enemistado!

En el inicio del evangelio de hoy Jesús advierte a sus discípulos que han de ser mejores que los escribas y fariseos. No podemos quedarnos en lo externo de la ley sino que hay que ir al fondo y descubrir como todas las enseñanzas de Dios son expresión de su amor. Frente a la interpretación que reducía el mandato de “no matarás” a acabar con la vida de otro, el Señor nos señala que desearle mal ya está en la línea del matar. Pero aún añade que es necesario buscar la reconciliación. Esta llega a su plenitud, y ha de ser nuestro deseo, en poder llegar a participar todos del amor de Dios. Un amor que no sólo nos une con Dios sino que nos lleva a querer verdaderamente a los demás, también a los que ahora quizás tenemos por “enemigos”.