Viernes 22-1-2018 (Mc 1,14-20)

«No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen». Todos tenemos dentro un pequeño o gran síndrome de Diógenes que se afana por acaparar y poseer todo lo que encontramos al alcance de la mano. Inmersos en nuestra cultura consumista, sólo queremos tener, tener y tener. Es más, llegamos a valorar más a los demás por lo que tienen que por lo que son en realidad. Nos creemos que cuanto más poseamos, más nos apreciarán los demás y más satisfechos y felices viviremos. Pero Jesús hoy nos pone en guardia contra la tentación del tener y del acaparar en este mundo. En este mundo, las riquezas y los bienes son demasiado pasajeros como para darnos la felicidad. Podemos tener muchas cosas, pero nunca tendremos suficiente ni nos durará toda la vida. Más tarde o más temprano vendrán la polilla o los ladrones y todo lo que creíamos tener desparecerá. Por eso, las riquezas no traen la felicidad, sino sólo inquietudes y preocupación. Además, como dice el Papa Francisco: «los tesoros que se pueden acumular en esta vida son desvanecidos por la muerte, ya que nunca se ha visto un camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre».

«Amontonad tesoros en el cielo». ¿Cuáles son, entonces, la verdadera riqueza? Cristo nos enseña hoy que hay unas riquezas que sí que nos dan la felicidad, que llenan nuestro corazón, que duran para siempre y nunca se agotarán. En definitiva, que podemos encontrar El Dorado en nuestras vidas, una mina de oro que jamás se acabe. Pero este tesoro no es lo que acaparamos para nosotros mismos, sino aquello que damos a los demás. Este es el verdadero tesoro. Esta es la verdadera cuenta de ahorros que sólo puede crecer y crecer. Además, está guardada en un banco que nunca podrá quebrar y que también tiene unos intereses infinitos: por poco que invirtamos, ganaremos el cielo. Ya lo sabes muy bien: este tesoro es la caridad, el servicio generoso y desinteresado, el amor al prójimo. Esta es la máxima ley del cristiano: cuanto más das (y te das) a los demás, más rico y feliz serás. Así rezaba san Francisco de Asís: «Señor, haced que yo no busque tanto ser consolado, sino consolar; ser comprendido, sino comprender; ser amado, como amar. Porque es dando, que se recibe; perdonando, que se es perdonado; muriendo, que se resucita a la Vida Eterna».

«Donde está tu tesoro, allí está tu corazón». ¡Podemos ser muy ricos! Es más, podemos ser los más ricos del mundo. Tenemos ese tesoro, El Dorado, al alcance de la mano. Jesús sólo nos pide una condición: poner el corazón en este tesoro y en ninguno más. No podemos tener nuestro corazón dividido entre los bienes de la tierra y las riquezas del cielo. O acaparamos para nosotros, y nos convertimos en unos egoístas que buscan sólo su propio interés, o nos damos generosamente a los demás en todas sus necesidades. El Evangelio nos invita a preguntarnos: ¿dónde tengo yo mi corazón? O, lo que es lo mismo: ¿qué me preocupa más, lo que tengo o lo que doy a los demás?; ¿qué busco primero, tener muchas cosas en este mundo o ganar el cielo?