Todos estamos muy sensibilizados con el drama de los refugiados. A lo mejor no podemos hacer mucho y no entendemos que, en un mundo globalizado y donde hablamos de miles de millones de euros hasta para los fichajes de futbolistas, no se puedan arreglar ciertos países para que las personas no tengan que emigrar lejos de su hogar. Todos podemos ponernos en la situación de tener que dejar el hogar, nuestra ciudad, nuestra patria y marcharnos sin nada, dejando que se pierdan nuestras raíces, nuestros recuerdos, nuestra historia.  Dejar toda tu historia atrás y atravesar un mar en que tal vez pierdas la vida, y si consigues sobrevivir incorporarte a una nación extraña, con otro idioma y otras costumbres, con una vida que no es la tuya, pero que te exigen que te integres.

«¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?

Llegará días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán.

Ten algo muy en cuenta en tu vida. Estamos hechos por Dios y para Dios. Como dice San Agustín nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Él. Si vivimos lejos del Señor vivimos desterrados, nos volvemos apátridas. Aunque el demonio se empeñe en hacernos creer que el pecado es nuestra patria es una gran mentira. Es como los refugiados que llegan llamados por la publicidad de la sociedad del bienestar y acaban mendigando en las calles ignorados por casi todos.

Hoy, tristemente, veremos por nuestras calles y plazas, a cientos de personas que gritan orgullosas como si hubieran descubierto una nueva tierra prometida…, pero es una tierra que deja vacío el corazón pues es una tierra sin Dios, y sin Dios no hay vida. Y diariamente escuchamos a políticos a los que la Iglesia les da grima, a empresarios que apartan a Dios de sus vidas para no ser justos, artistas que se mofan de Dios para poder venderse, hasta “gente de Iglesia” a los que parece que Dios les estorba. Y nos venden un nuevo orden mundial donde todo será paz, alegría, igualitarismo y solidaridad. Y mientras ese mundo se construye se va expulsando a Dios. Y sus frutos son legislaciones cada vez más grandes y complicadas, mayores desigualdades entre las personas, vuelta a la esclavitud, a la violencia, a la falta de amor ni en las sociedades ni en las familias. Ya no miramos al que tenemos al lado, nos quedamos mirando hacia arriba, hacia la gigantesca torre de babel que estamos construyendo…, sin darnos cuenta que no tiene cimientos.

Mientras la Iglesia pierde autoridad y credibilidad, se desmoronan el número de vocaciones mientras aumentan los que ya no siguen la tradición de sus padres y no se bautizan. Llenamos el mundo de frases y lo vaciamos de oraciones. Muchos dentro de la Iglesia piensan que hay que aceptar la derrota y el último que apague la luz, mientras se dedican a reinventar nuestra fe. ¿Tiene esto solución?

Esto dice el Señor:

«Aquel día, levantaré la cabaña caída de David, repararé sus brechas, restauraré sus ruinas y la reconstruiré como antaño, para que posean el resto de Edón y todas las naciones sobre las cuales fue invocado mi nombre – oráculo del Señor que hace todo esto -. (…) Repatriaré a los desterrados de mi pueblo de Israel; ellos reconstruirán ciudades derruidas y las habitarán, plantarán viñas y beberán su vino, cultivarán huertos y comerán sus frutos. Yo los plantaré en su tierra, que yo les había dado, y ya no serán arrancados de ella – dice el Señor, tu Dios -».

El Señor lo hará, siempre que la Iglesia siempre se mantenga como un odre nuevo dispuesta a recibir el vino nuevo del Evangelio. No quiera hacer remiendos en la túnica inconsútil de Cristo para parecer mas cercana al mundo. Que no quiera “hacer un apaño” al mundo, sino llevarlo a Cristo que dice: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón».

No podemos arreglar Siria, pero tal vez podamos dar a un refugiado un poco de comida, una sonrisa, nuestra oración e incluso si podemos un techo y un trabajo. No será mucho, pero cambiará el mundo. No podemos luchar contra las estructuras de pecado, pero podemos ser más fieles a la fe que hemos recibido y no pactar, ni un poco, con el diablo.

Madre mía, Madre nuestra, Madre del cielo, ponemos en tus manos a esta humanidad que se marcha tan lejos de tu hijo, vuelve a llevarnos a casa.