Qué torpes somos cuando a Dios le pedimos intervenciones que nos apañen la vida. Somos muy de rogarle que nos haga el milagro que necesitamos. No sé, puede que tengamos una definición estrecha de Dios cuando sólo nos servimos de su servicio sobrenatural y no disfrutamos de su compañía. El otro día una señora, que tiene la habilidad de agobiarse con facilidad por menudencias, me dijo que había descubierto por fin la clave de la serenidad, y que así se lo recomienda a todo el mundo, “tú pídele al Señor llegar a todas las cosas que te has propuesto, ya verás cómo las alcanzas todas”. Me dio inmediatamente un respingo, porque me sonó a “pídele al Señor que no mueva un ápice tu vida y que te ayude a conseguir todo lo que quieras”. A mí me da la impresión de que Dios quiere lo contrario, que hagamos menos cosas, que suprimamos lo superfluo para que nos demos cuenta de los milagros habituales que nos concede, porque con tanto horario apretado los “milagros menudos” pasan inadvertidos.

Hoy en el Evangelio le piden al Señor que haga un gran signo para demostrar que es el Mesías y así ponerse a adorarlo. Y el Señor responde con una frase que los judíos debieron entender a medias, “así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches”. El milagro de Dios será el momento en el que su divinidad pasará más inadvertida, los azotes, la cruz, la muerte. Ese es el gran milagro, Dios triturado en el dolor, cargando con el sufrimiento ajeno, enamorado del hombre hasta parecerse a él en sus extremos de incomprensible violencia.

Cuánto milagro por descubrir aún. Que Jesús se pusiera a lavar los pies de Pedro, el apóstol dispuesto a todo menos a dejarse moldear por su Maestro, es la prueba de que nuestro Dios tiene una naturaleza diferente a la que sospechamos. Le gustan los milagros de cerca, los que sólo nota la persona que le busca. Los milagros públicos le costaban mucho al Señor, tan deseoso de buscar el corazón del hombre y no de exposiciones públicas de poderío. El Señor quiere que reproduzcamos el milagro del abajamiento divino, ese es el milagro del hombre, la humildad ante los demás.

Qué bien lo dice el Papa en un fragmento de su Gaudete et Exultate, “también es nocivo e ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista. La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria”.