El Martirologio Romano dice: “Fiesta de la Transfiguración del Señor, en la que Jesucristo, el Unigénito, el amado eterno del Padre, manifestó su gloria ante los santos apóstoles Pedro, Santiago y Juan, con el testimonio de la Ley y los Profetas, para mostrar nuestra admirable transformación por la gracia en la humildad de nuestra naturaleza asumida por él, dando a conocer la imagen de Dios, conforme a la cual fue creado el hombre, y que, corrompida en Adán, fue renovada por Cristo”.

En lo alto del monte Tabor, Jesús manifiesta a sus discípulos lo que la carne humana del mesías esconde: su luz infinita de gloria y esplendor que le corresponde como Verbo creador e Hijo Unigénito del Padre. En el Tabor queda a la “vista” la gloria de Dios, que llenaría la inmensidad del universo con su luz infinita. Pero la naturaleza humana no es capaz de percibirlo aún: los discípulos se aturden porque sus ojos no están preparados para contemplar a Dios cara a cara. Subiendo a un monte cercano a Nazaret acompañando al Maestro, en realidad habían escalado hasta el Cielo, donde aparecen san Moisés y san Elías (ambos personajes del Antiguo Testamento son santos). Toda la historia de la salvación aparece representada: el monte significa la belleza de la creación; los profetas y la Ley, señalando la mano providente de Dios que guía a su pueblo; el nuevo Adán, Cristo, restaurando la luz apagada en el primer Adán.

Jesús aparece como la luz del mundo, de la que todo brota y a la que todo tiende, puesto que Él es alfa y omega, principio y fin. La transfiguración es el misterio que plasma de modo inequívoco esta imagen a la que el Señor acude. En el Tabor todo es luz, todo es gloria. La tradición bizantina ha plasmado esta gloria luminosa en la elaboración de los iconos, que son fruto de la oración del dibujante, de la comunión con Dios del artista. Sólo en esa intimidad divina, el autor puede ser llevado a la contemplación de aquello que quiere pintar. El icono, de hecho, no se “pinta”, sino que se “escribe”, puesto que se asemeja a la inspiración que recibe el autor sagrado para escribir la Sagrada Escritura. Esta inserción del pintor en el misterio de Dios es lo que se denomina la “luz tabórica”, como un éxtasis, una elevación, que después se plasma visualmente en una tabla, con una técnica precisa no sólo en lo material, sino también en lo espiritual. El icono contiene mucho dorado porque está lleno de gloria: es una encarnación del misterio de Dios, y emana la luz de la gloria, la “luz tabórica”.

No se repite ningún episodio similar en el Evangelio que cuente con testigos visuales. Pero podríamos hablar de otro momento sin testigos directos: la resurrección del Señor. Con la tecnología actual, los análisis y las explicaciones científicas de la Sábana Santa van adquiriendo mayor trascendencia, y a la vez profundizan más en el misterio de este lienzo. Cuanto más se profundiza, más preguntas surgen. Me baso en los estudios científicos serios, no en la verborrea oportunista ideológica de la que emana de vez en cuando algún artículo a lo Código Da Vinci, que tienen de científico lo que yo de vulcaniano. En los estudios serios se acude a la ingeniería nuclear para intentar explicar cómo pudo plasmarse la imagen en el tejido. Hablan de un fogonazo de luz, una energía intensísima. Es la luz tabórica, que aparece en el Tabor, está presente en la resurrección y que contemplaremos un día en el Cielo: Jesús, resucitado y glorioso.

Termino con una última consideración: el presbiterio de nuestras iglesias está en alto uno o varios escalones (dependiendo los casos). No sólo es una cuestión práctica (para que todos vean), sino que también manifiesta nuestra ascensión al monte donde encontrarnos con Dios. En lo alto del monte está el altar, donde todos los día Jesús se hace presente en el pan y vino eucarísticos. Estas especies hacen la misma función que la Encarnación: son un velo a la luz tabórica, que está, pero velada por el misterio de la creación.