El profeta Jeremías escribe: “Esto dice el Señor: Encontró mi favor en el desierto el pueblo que escapó de la espada; Israel camina a su descanso. El Señor se le apareció de lejos: te amé, por eso prolongué mi misericordia para contigo”.

Teniendo en cuenta que el pueblo judío se encuentra en el destierro, esta promesa profética respecto a Jerusalén sería bálsamo para muchos corazones: “Te construiré, serás reconstruida, doncella capital de Israel; volverás a llevar tus adornos, bailarás entre corros de fiesta”.

¡Volverán a Sión, a su Jerusalén querida, reconstruirán el templo y darán culto al Señor, seguirán siendo el pueblo de las promesas! Tras la indignidad del pecado, de la idolatría y del destierro, recuperarán la dignidad y grandeza perdidas: “«Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por la flor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: ¡El Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel!”.

Esta promesa de Jeremías podemos reconocerla con algunas expresiones casi idénticas en la parábola del hijo pródigo. Como no es el evangelio de hoy, quizá es bueno hacer un repaso de memoria por esa gran parábola.

Nos centramos ahora en el evangelio de hoy, contemplando la audacia de una mujer pagana que acaba arrancando a Cristo aquello que pedía. Resulta paradójico que aquel que enseña “pedid y se os dará”, en algunos momentos parezca no saber qué se necesita. Una mujer hace cambiar a Cristo de parecer, como si necesitara consejeros. En realidad, Jesús nunca da puntada sin hilos.

Es necesario añadir un detalle que manifiesta la grandeza de la mujer en el evangelio: Jesús es un Rabbí, un Maestro, alguien al que una mujer no podía públicamente molestarle o contrariarle, y mucho menos invadir su espacio vital: “se le echó a los pies”. Además de ser mujer, es “extranjera pagana, una fenicia de Siria”. Son circunstancias que a un Maestro le daban derecho a ignorarla olímpicamente, máxime cuando la escena cuenta con testigos. Pero Jesús, rompiendo todos moldes y convencionalismos, la trata con caridad y con toda dignidad.

Atónitos sus acompañantes, la mujer acaba convenciendo al Maestro y haciéndole cambiar su opinión en público. No sólo no la ha despreciado: la ha oído, ha conversado con ella, le ha permitido hablar, y termina por hacer un milagro. ¡Cuántas mujeres como esta han hecho cambiar de opinión al Maestro! ¡Cuánto le debemos a la oración de nuestras madres y abuelas!

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Ayer terminé citando dos grandes santos fundadores. Hoy celebramos la fiesta de otro “de los grandes”: Santo Domingo de Guzmán, santo español y coetáneo a san Francisco. Fundador de la Orden de Predicadores, más conocidos como dominicos. Su lema: Laudare, benedicere, praedicare. Lo traduzco por si acaso, aunque sé que no hace falta: alabar, bendecir, predicar. Un programa de vida que haga justicia a tanto como Dios no da cada día.