(Este comentario responde a las lecturas continuas del tiempo ordinario, no a las de la memoria obligatoria).

El 11 de agosto de 1253 fallecía en su querido convento de San Damián, la primera clarisa franciscana: santa Clara de Asís. Una figura que, junto a San Francisco de Asís e innumerables santos y doctores llenan de clara luz lo que muchos insisten en llenar hoy de oscuridad: la Edad Media. El beneficio de la teología, la espiritualidad, y el desarrollo de las artes del siglo XIII constituyen un verdadero patrimonio de la humanidad.

Las circunstancias históricas de la época, como las preocupaciones temporales del Papa al frente de los Estados Pontificios, las costumbres poco santas de no pocos obispos, sacerdotes y religiosos, la superstición y la incultura general, y otros muchas dificultades, no fueron obstáculo para la santidad. Dios interviene en la historia de los hombres, enviando a grandes santos cuyo testimonio incita a la conversión. Como dice hoy el salmo: “No abandonas, Señor, a los que te buscan”.

En el siglo XIII como en el XXI, el Señor Jesús, viendo el panorama, habría tenido igualmente derecho a exclamar lo mismo que en el siglo I: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros, hasta cuándo tendré que soportaros?». Frecuentemente se nos puede pasar por la cabeza esta expresión de Cristo cuando tenemos que cargar con paciencia con los defectos del prójimo, y no digamos los de la suegra. En el caso de los párrocos, son los defectos de los sacerdotes con los que trabajas. Pero es en esos momentos cuando el modo de obrar de Cristo puede iluminar más intensamente nuestra oscuridad.

El mundo de Dios gira en torno al orden del amor, donde todo se mueve en su justa proporción hacia el fin propio de todas las criaturas: hay orden, armonía, belleza. Pero en el mundo humano experimentamos una tendencia exasperante al caos, a la irresponsabilidad, el egoísmo y otros miles de desórdenes. Y, como tendencia, ¡nos afecta a todos! Además, se añade la sordera y la ceguera para escuchar y ver claramente a Dios. Él se queja con razón y con fundamento, porque es quien constantemente debe tener paciencia con el prójimo, que somos sus hijos amados, todos y cada uno de los hombres.

Pero tras su dura aseveración, el Señor termina realizando el exorcismo de aquél niño. Cristo libera de las ataduras y cadenas del caos con que nos tiene bien agarrados el diablo. Y pide a los discípulos que participen de la misma tarea de liberar a tantas y tantas personas de la esclavitud del caos del corazón: el orgullo, la impiedad, el egoísmo, la lujuria, la avaricia, la superficialidad, la pereza, y tantas otras cadenas. Y nos da también el remedio, el arma con que luchar esa batalla: la oración.

El Señor da una catequesis preciosa sobre una cualidad de la oración: ha de ser «confiada», basada en la fe. Cuidar nuestro trato frecuente y habitual con Dios nos hará hombres de fe; y al crecer nuestra fe, seremos más hombres de oración. Tanto un camino como el otro, nos llevan a la misma conclusión: la fe en el poder salvador y redentor del Mesías, del que se nos participa por el sacramento del bautismo, nos convierte en instrumentos para cambiar el mundo. La oración y la adoración del Dios vivo, si se hace en el Espíritu Santo, cambian nuestro corazón, lo disponen más fácilmente a secundar las mociones divinas, nos convertimos en mejores instrumentos para que el fuego que trae Cristo (Lc 12,49) arda en la sociedad.

Ese fue el secreto de Francisco y Clara de Asís.