En la segunda lectura de este Domingo el Apóstol Santiago nos habla de acoger con docilidad la palabra. Parece que la utilice en un doble sentido. Por una parte hemos sido engendrados por la palabra (Jesucristo); por otra, la fidelidad a la vida que se nos ha dado se manifiesta en la fidelidad a esa palabra (en obedecer las enseñanzas de Jesús). Así podemos vivir la auténtica religión (nuestra relación con Dios). Sabemos que esa relación es nueva, pues ha venido por una iniciativa misma de Dios Padre. Por eso su salvación es también normativa de conducta. Ser salvado es poder vivir desde el amor de Dios como él nos ha enseñado.

¿Cómo perseverar en la admiración por esa salvación que Dios nos regala?. En la primera lectura se recoge el estupor del pueblo de Israel. Ha recibido unos mandatos de Dios y eso lo ha hecho especialmente “sabio e inteligente” ante los demás pueblos. Israel tiene experiencia de la cercanía de Dios, que lo ha elegido y le conduce en la historia. Al mismo tiempo, en esa relación singular, ha aprendido una nueva forma de vivir que se concreta en los mandamientos. Pero ya se apunta la posible manipulación de los mismo y por ello no se puede añadir ni suprimir nada. Esto nos lleva a la fidelidad. Ni añadir ni suprimir, es decir, permanecer en la voluntad de Dios, en su amor misericordioso.

Puede sorprender lo de añadir, pero al final todo exceso supone un defecto. Lo vemos en el evangelio donde Jesús dice respecto de los fariseos: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Por el camino se ha perdido la novedad de la salvación, de ese amor de Dios que nos precede y que es la razón del bien que nosotros podamos realizar. Y el Señor vuelve a hablar del corazón. Es en el corazón donde se juega la verdad del hombre. Y es a ese corazón al que se dirige la voluntad salvadora de Dios. Es por ello que el mismo Hijo se hizo carne y nos ha amado con un corazón de carne. Es en ese corazón sanado en el que podemos dar un verdadero culto a Dios. Pero todo pasa por su amor, que es sanador y que nos arrastra a una vida nueva.

De lo exterior hay que pasar a lo interior. Y de ahí se sale a la verdadera exterioridad. Un corazón que da culto a Dios es un corazón que se sabe amado, que experimenta, fundamentalmente en la liturgia y los sacramentos, la cercanía de Dios que no deja de visitarnos con su gracia y que sale de nuevo al exterior para prodigarse en la caridad. Lo que señala el apóstol: “atender a huérfanos y viudas en su aflicción”. Los mandamientos, entonces, nos invitan a introducirnos en el dinamismo misericordioso de Dios. Su amor nos precede y nos impulsa.

Que la Virgen María, que no dejaba de meditar en su corazón los hechos y palabras de su Hijo, nos ayude a acoger el amor de Dios, a dejarnos transformar por él y a vivir según la caridad.